Desde gurí y hasta que fui muchachón tuve fe en que
Cristo era hijo de Dios, y que éste con su magnanimidad, sentido de la justicia
y teniendo el oficio de perdonar, nos protegía de todos los males.
Es posible que la fe mía no fuera tan sólida
como me parecía entonces, y que realmente el entorno de la Iglesia de Isla Mala
me proporcionó un ámbito de libertad de pensamiento y reflexión, que la dictadura
miliquera de allá, en Uruguay, nos negaba a todos, incluyendo a los que
nunca se dieron cuenta o sencillamente la libertad les daba miedo.
Y acabé sintiéndome agnóstico, que es algo así
como la incapacidad de concebir la idea sobre la existencia de un ser o ente
superior que todo lo puede, aunque no es menos cierto que tengo fe aún, que algún
día me convenza de que he estado equivocado y que Dios es un hecho cierto. El no tener una creencia sólida en que existe
un Más Allá gestionado por un Ser Supremo que compense eternamente las maldades
del mundo, en cierta medida sustenta un sentimiento de orfandad latente,
especialmente porque impide tener a alguien a quién hacerle reproches y pedirle
explicaciones por haber permitido y seguir permitiendo tantas injusticias y
sufrimientos a buenas personas.
Pero lo
de Cristo es distinto, independientemente de quien lo haya engendrado, puesto
que al parecer hoy en el mundo hay más de seiscientos cincuenta millones de
personas que le siguen, en algunas enseñanzas (no en todas), y es extraordinario que ello se haya
mantenido por más de dos mil años. No está claro si nació en la noche del
veinticuatro de diciembre del año cero o del uno, ni si existía ese año que seguramente
tenia otro número y el mes se llamaba de otra manera, pero es lo que menos
importa; lo que sí es significativo es que sus padres- biológicos o el varón
solo de adopción-, eran pobres, y la criatura desde gurí y hasta que los que ostentaban
el poder lo clavaron en unos palos cruzados para que se secara al sol y fuera
escarmiento de sus seguidores, solo tuvo la palabra. Y, joder, que algunas de
sus ideas hayan perdurado dos mil años es algo excepcional. Cosa distinta es la
valoración que merecen los gestores de sus palabras o de la hipocresía en que
se vanaglorian alguno de sus fieles más emperifollados. Es más que probable que
Cristo cimentó el cristianismo entre el pobrerío, que siempre ha sido
mayoritario en números que los poderosos, y de ahí arrancó su éxito. Y además
él se mantuvo pobre – estado que el pobre común no suele tener como aspiración vital-,
e intentó, o consiguió, que su doctrina -inspirada en la no violencia-,
enriqueciera la mente de los que no tenía más que privaciones y sufrimientos.
Especialmente
esta Navidad no va a ser de muchas alegrías, hemos perdido a muchos, y a algunos
cercanos de mucha valía, pero igual es buena cosa recordar a un gurí chiquito
que nació en un pesebre de animales rodeado de bosta y desolación, parido sin
ninguna duda por una mujer, sin partera
ni epidural, y desde que se hizo mozo y hasta que le mataron siendo joven, solo
tuvo la palabra y con ella se enfrentó a la injusticia de los mandones de barriga
fría, y ni matándolo consiguieron parar el tránsito de su mensaje, que salido
de su garganta con conceptos sencillos e integradores, dos mil años después ilumina
a tantos.
Y lo deberíamos celebrar, máxime si lo
contrastamos con el barullo y el embrutecimiento de la raza de víboras que siguen
intentando invadir el templo de todos para convertirlo en cueva de ladrones y rufianes.
Barcelona a 24 de diciembre del 2020. RRCh