miércoles, 12 de junio de 2019

CUARENTA AÑOS NO ES NADA


Parece que fue ayer; aún recuerdo el ruido que hizo la cadena cuando me fui. Cruzaba a lo ancho de poste a poste la salida del patio de la casa en la que mi vieja me parió y fue mi único hogar hasta aquel día. La cadena no era una puerta sino un elemento disuasorio para que no entraran las vacas que callejeaban alimentándose del pasto existente en lo que debieran ser aceras. El pueblo era conocido como Isla Mala, que nunca fue isla; ni tampoco mala, puesto que los lugares no suelen estar provistos de voluntad ni capacidad de acción, y en la gente que lo ocupa siempre hay de todo, como en todos lados. De pueblo pasó a ser Villa, y se le cambió el nombre por la fecha de 25 de Mayo, y nunca supe a qué cumpleaños hacía honor. Ya el país mismo tiene un nombre de referencia, República que está al oriente del río Uruguay; pues, de este lado de río.

 Hoy hace cuarenta años, el doce salí y el trece de junio de mil novecientos setenta y nueve llegué a Madrid, y al día siguiente en tren acabé en la puerta de la estación de Francia, en Barcelona, y hablando con uno y otro a los pocos días me enteré que estaba habitado por catalanes y los carteles de los comercios parecían estar escritos con faltas de ortografía, a algunas palabras le faltaban letras y en otras que iban con be larga las ponían con ve corta; y ya casi estaban en verano cuando allá comenzaba el invierno. No sabía nada de Cataluña, y eso que antes de salir fui varias veces al consulado español en Montevideo, y me daban periódicos del ABC en papel avión, que contaba cosas de Telesforo Monzón en el País Vasco, de Fraga y Adolfo Suárez, pero de Cataluña nada, y menos que Barcelona estuviera en ella.

 Dos días antes en el Aeropuerto de Carrasco de Montevideo, aunque realmente está en Canelones, subí por primera vez a un avión, el de LAP (Líneas Aéreas Paraguayas), que era el más barato.

Era un gurí de veintiún años, aunque me creía un hombre hecho y derecho, que igual lo era, según con quiénes se haga la comparación. Dejé a mi vieja jodida, muy jodida, y a mi viejo callado, muy callado, y a mi hermana Cecilia y a mi hermana Jacqueline y a muchos más; muchos. Cecilia creo que no la aceptó en aquel momento, y Jacqueline no tenía edad para entenderlo. El último que me acompañó casi hasta la escalinata del avión fue Campito, un hombre extraordinario, mi tío, que apretándome el brazo me dijo: Darío, si te va mal y tienes que volver, llamáme, te pagaré el boleto de vuelta, aunque tenga que empeñar la casa.      

Como el gurí canilludo y protestón que fui, ya de adolescente comencé a acariciar la idea de mandarme a mudar porque no me encajaba el entorno que me cayó en suerte, aunque la decisión definitiva me la fundamentó cumplidamente un señor con poder. El desgraciado que movía los hilos, un año antes me ofreció ponerme a dedo como profesor de literatura en Florida sustituyendo a Pascual Costa que había sido mi profesor de secundaria o a un tal Hugo Rivas que no conocía; me dio a elegir. A estos dos, él, que podía, los quitaba por suponerles a ellos malas ideas y para meterlos presos. Aquella oferta destrozó la poca esperanza que podía tener en el futuro próximo de Uruguay. Las dos víctimas señaladas en aquellos tiempos eran intelectuales valiosos que tenía Florida, y posiblemente unos de los mejores del país. La idea me rompió el alma: ahora sí que se jodió el Uruguay, me dije. Aquel día llegué a casa a dedo, no tenía plata para el ómnibus, y le dije a la vieja: vieja, en marzo del año que viene me voy para España. Ella tragó saliva e hizo un gesto mezcla de desolación y media sonrisa, mi determinación le hizo mella. Y bueno, me fui a Punta del Este a trabajar en la construcción para conseguir la plata para el pasaje y una maleta. Antes había estado en Montevideo trabajando en una metalúrgica que hacía componentes para las planchas Philips, pero unos milicos del Estado Mayor Conjunto me habían echado de la ciudad, junto con Julio Molina y el Pardo, por haber denunciado a la empresa de no pagar los seguros sociales cuando al Pardo un balancín le aplastó un dedo.

En marzo no pudo ser, pero en junio sí que me fui.

En Punta del Este aprendí bastante, con mucha jeta, en pocos meses pasé de peón a oficial albañil, luego me rebajaron a medio oficial cuando descubrieron que no tenía mucha idea para levantar paredes a plomo y que se aguantaran, pero al poco tiempo volví a ser oficial, en otro sitio. Aprendí allí que en Punta del Este los uruguayos constituíamos una población flotante provisional dedicada a los servicios domésticos y de temporada veraniega, y que los estables eran unos muy pocos paisanos ricos, y muchos ricachones extranjeros que no nos daban pelota. A la peonada se la trataba de esconder al salir de la obra para que no deslucieran el glamur de la Punta; debíamos patear unas cuadras para agarrar el ómnibus lejos de Avenida Gorlero. Lo mejor que me llevé de allí, fue el sentimiento y disposición solidaria de los compañeros de sudores. Vivíamos acinados en viviendas del extrarradio de Maldonado; compartiendo entre cuatro o cinco habitaciones de unos seis metros cuadrados donde además nos cocinábamos, y como teníamos solo una olla, la usábamos para hacer los guisos, llevar la comida a la obra, y después calentar en ella agua para ducharnos en un excusado fuera que tenía como puerta una bolsa de plástico y un agujero para cagar. A veces nos llevábamos una tira de falda o cogote para asar, el asado de costillas era muy caro, y las milanesas las hacíamos con mortadela. La carne buena se exportaba y la que quedaba solo la podían comprar los ricos. No se votaba porque no había elecciones, mandaban los milicos que como se habían hecho dueños del territorio y de sus pobladores no veían la necesidad de contar con los demás, aunque teníamos banderitas para aplazar las ganas.

Cuando salí para España, iba para Madrid, pero en el asiento de al lado, en el avión, venía un señor enjuto de unos setenta años, y comenzamos a hablar. No recuerdo su nombre, ni si se lo pregunté, pero me contó que estaba jubilado y que había sido profesor de la universidad en Montevideo, conocía bastante de España, y se empeñó en que mejor me fuera a Barcelona que había más trabajo. Vos ahora cuando lleguemos te vinís conmigo al hotel, te peqás una ducha, y nos vamos al Museo del Prado que es lo mejor que hay en Madrid, y después agarrás un tren en Chamartín y te vas a Barcelona; y así lo hice.

Llegué a Barcelona, un día de lluvia, la estación de Francia tenía la fachada ennegrecida y la calle era de adoquines de piedras gastadas; se me cayeron los huevos. Como tenía el teléfono de Leonardo, le llamé, y al poco rato apareció con Bienve. Cuando vi su sonrisa ancha, su calva y la manera de remar al caminar, me volvió el alma al cuerpo. Me llevaron a su casa, y por la tarde salió el sol, y caminamos por las Ramblas. Desde ese día, siempre que me entró algún bajón, me he ido a bajar las Ramblas.

¡La puta, que han pasado personas y cosas en estos cuarenta años!; algunos se quedaron y otros no; las cosas siempre se superan.  Se me fueron los dos viejos, pero los sigo teniendo como mis mejores maestros. El viejo siempre me acompaña cada mañana cuando tomamos mate, y recordamos cuándo íbamos con el serrucho al monte al lado de los Vidarte, a escondidas, a trocear palos para hacer fuego y asar boniatos; y cuándo él se quedó sin trabajo unos días y se iba al campo a cazar aperiaces para pucherearlas. El viejo se acuerda de todo, de cuando plantábamos en el campo de Santos Muñoz, y llevábamos lo cosechado en la carretilla para casa, y la vieja para ayudar tiraba delante con una piola. Y a veces me echa en cara, para joderme, que hacía llorar a Cecilia por puro boludo, y que la muchacha nunca se pudo ganar el kilo de caramelos que le prometió si aguantaba un día completo sin llorar; y yo le digo, y vos, que acostumbraste a Jacqueline a que se durmiera golpeándole el culo sobre los pañales, y si no lo hacías se ponía a gritar como una marrana. Y nos reímos.  

 La vieja de vez en cuando me manda un rezongón, y trato de hacerle caso, porque me acuerdo cuando me cruzaba las canillas con una vara de mimbre para corregirme. Para joderme, siempre me recuerda cuando en el liceo perdí el examen de francés y me calenté tanto que llegué a casa y tiré los cuadernos diciendo que no estudiaría más en mí puta vida, y la vieja me dijo que no fuera burro, y me compró el libro para hacer el examen de nuevo, que al final lo aprobé, sin aprender un carajo. Ella, que fue solo unos pocos días a la escuela, siempre ha sido mi referente como economista, era un fenómeno estirando un peso y se buscaba la vida como fuera, tejía, se iba a la vendimia, punteaba la tierra, carpía boniatos, regaba; y nunca gastaba más que lo que tenía, era una vieja rezongona, pero completa.

 Ya pronto nomás el viejo seré yo, y si tengo suerte, cuando sea osamenta igual hasta mis hijos cavilan conmigo; y lo que me jode, es que todavía no toman mate los cabrones.

Barcelona a 12 de junio del 2019. RRCh.

lunes, 3 de junio de 2019

Monedero, Iglesias y Espinar


El fracaso de Podemos, tiene las mismas causas que todos los fracasos de las izquierdas, cuando quieren conseguir una cosa y su contraria a la vez y con el menor esfuerzo posible. No se puede acceder a parcelas de poder con la oferta de emancipar a los de abajo, y al mismo tiempo hacer requiebros para ahorrarse impuesto como hizo Monedero, y luego perder el culo pagando lo que pretendía ocultar para evitar una sanción. No se puede porque eso exactamente es lo que él estaba criticando a los que llamaba casta, y porque la recaudación de impuestos y su correcto uso es lo único que puede paliar la desigualdad de los de abajo. No se puede defender que los de abajo tengan viviendas dignas, y al mismo tiempo especular con una vivienda pública como hizo Espinar. No se puede decir que se ha crecido en un barrio obrero al que se defenderá, y a la mínima oportunidad adquirir una casa con jardín y piscina para alejarse del ambiente de los de abajo, como hizo Iglesias. Si se quiere liderar una alternativa emancipadora, se ha de estar abajo, dando ejemplo. Y lo que es peor, no se puede compadrear con el independentismo. El independentismo es la antítesis de la izquierda, es lo contrario a los de abajo. Solo se quieren independizar los que están arriba, y en cierta medida fue lo que personalmente hizo Iglesias: independizarse de Vallecas para irse a Galapagar un lugar más cómodo y tranquilo dónde criar a sus hijos. Claro que la derecha ha aprovechado lo antes expuesto machaconamente, ¿pero es que Monedero/Iglesias/Espinar no lo esperaban? No se puede pretender derruir lo que llamaron régimen del setenta y ocho, y años después llevar la Constitución del setenta y ocho en la mano como si fuera la biblia, para reivindicar su completa aplicación. Todo eso genera un asco en los votantes que hacen que no les voten nunca más.

Barcelona a 3 de junio del 2019. RRCh.