La inteligencia artificial -que
en lo sucesivo por economía dactilar solo pondré IA-, viene a ser algo así como la “máxima modernidad” en delegar en otros la
tarea de pensar en qué y cómo hacer las cosas que deberíamos decidir hacer, y
que además las dispongan y hagan otro. Es más que probable que eso de cederle a
otros que resuelva por uno ya está normalizado dado que para eso las redes
sociales funcionan estupendamente, se copia, se dice -o reenvía-,y se hace lo
que diga un o una influyente, que en inglés, que da más garantías, se le llama influencer.
Pero la IA es más sofisticada, ahorra la energía de tener que hacer,
porque lo hace ella misma a través de algoritmos, lo gestiona y lo soluciona científicamente,
lo que en sí mismo evita discutir el acierto; el resultado siempre se ha de dar
por bueno. Los algoritmos son una suerte de instrucciones o
reglas definidas, ordenadas y cuantificadas para solucionar un problema, con lo
que mediante el procesamiento de datos se llega a un estado final y se obtiene
una solución. En el proceso se introducen los datos que se consideran necesarios
que, en tiempos y secuencias predispuestas, paso a paso, entre cada estado y el siguiente se
contraponen unos datos con otros, privilegiando unos y eliminando otros, hasta
llegar a la selección ideal que determina la solución deseada por su
programador, que es un ser humano.
Claro, fácil es de ver que el que corta el bacalao
es el que elige los datos, determina su número, los mezcla, los secuencia y define
la solución que entiende óptima para lo que persigue conseguir. Y el creador
del algoritmo tendrá el poder de lograr la resolución del problema a su gusto.
También es el que valora el supuesto de hecho que constituirá el asunto al que
le ha de encontrar la solución que entienda más adecuada a su forma de pensar y
a sus intereses. Con ello puede resultar que la IA no será cosa distinta que
atribuirle un valor científico artificial y de acierto asegurado a los problemas
y las soluciones de su creador.
Así
todos estamos impacientes esperando que la IA nos conduzcan los coches para que
nos lleven sin mover un músculo a comprar o visitar lo que nos dicen los/las influencers,
nos dejen en el gimnasio para sudar pagando, aparque solo y luego nos retornen
a casa, en la que al entrar se den las luces por sí ante nuestra presencia, se
ponga el aire acondicionado, se encienda el ordenador en la página que nos
ilustre de las cotizaciones de las criptomonedas que nos augurará un placido futuro;
el sofá se suba hasta nuestro riñones de forma que solo recostando el trasero
nos baje suave y nos dé un masaje al tiempo en que una pantalla en el reposabrazos
nos indique las pulsaciones, el ritmo cardíaco, las caloría consumidas, y pendientes
de consumir mediante una dieta bien equilibrada que también señale al gramo y
milímetro qué hemos de ingerir: comidas, pastillas, bebidas isotónicas o
estimulantes. Como compañía tendremos mascotas perfectamente programadas para que
nos adulen, y en caso de disponer de suficientes medios de compra, hasta un ser
humano artificial como de verdad, y del sexo deseado que conozca por algoritmos
nuestros gustos, y siempre esté en plena disposición a satisfacernos.
La IA cuando consigamos o consigan que llegue
a su cénit podrá hacer todo lo que ahora los humanos podríamos hacer si tuviéramos
la voluntad para hacerlo, nos propiciará definitivamente a desechar el ejercicio
de la capacidad de pensar y podremos dedicarnos en cuerpo y alma a los entuertos
emocionales, al menos hasta que llegue el algoritmo preciso.
Barcelona a 18 de enero 2022 RRCh.