Parece que fue ayer; aún
recuerdo el ruido que hizo la cadena cuando me fui. Cruzaba a lo ancho de poste
a poste la salida del patio de la casa en la que mi vieja me parió y fue mi
único hogar hasta aquel día. La cadena no era una puerta sino un elemento
disuasorio para que no entraran las vacas que callejeaban alimentándose del
pasto existente en lo que debieran ser aceras. El pueblo era conocido como Isla
Mala, que nunca fue isla; ni tampoco mala, puesto que los lugares no suelen
estar provistos de voluntad ni capacidad de acción, y en la gente que lo ocupa
siempre hay de todo, como en todos lados. De pueblo pasó a ser Villa, y se le
cambió el nombre por la fecha de 25 de Mayo, y nunca supe a qué cumpleaños
hacía honor. Ya el país mismo tiene un nombre de referencia, República que está
al oriente del río Uruguay; pues, de este lado de río.
Hoy hace cuarenta años, el doce salí y el
trece de junio de mil novecientos setenta y nueve llegué a Madrid, y al día
siguiente en tren acabé en la puerta de la estación de Francia, en Barcelona, y
hablando con uno y otro a los pocos días me enteré que estaba habitado por
catalanes y los carteles de los comercios parecían estar escritos con faltas de
ortografía, a algunas palabras le faltaban letras y en otras que iban con be
larga las ponían con ve corta; y ya casi estaban en verano cuando allá
comenzaba el invierno. No sabía nada de Cataluña, y eso que antes de
salir fui varias veces al consulado español en Montevideo, y me daban
periódicos del ABC en papel avión, que contaba cosas de Telesforo Monzón en el
País Vasco, de Fraga y Adolfo Suárez, pero de Cataluña nada, y menos que
Barcelona estuviera en ella.
Dos días antes en el Aeropuerto de Carrasco
de Montevideo, aunque realmente está en Canelones, subí por primera vez a un
avión, el de LAP (Líneas Aéreas Paraguayas), que era el más barato.
Era un gurí de veintiún
años, aunque me creía un hombre hecho y derecho, que igual lo era, según con
quiénes se haga la comparación. Dejé a mi vieja jodida, muy jodida, y a mi
viejo callado, muy callado, y a mi hermana Cecilia y a mi hermana Jacqueline y
a muchos más; muchos. Cecilia creo que no la aceptó en aquel momento, y
Jacqueline no tenía edad para entenderlo. El último que me acompañó casi hasta
la escalinata del avión fue Campito, un hombre extraordinario, mi tío, que
apretándome el brazo me dijo: Darío, si
te va mal y tienes que volver, llamáme, te pagaré el boleto de vuelta, aunque
tenga que empeñar la casa.
Como el gurí canilludo y
protestón que fui, ya de adolescente comencé a acariciar la idea de mandarme a
mudar porque no me encajaba el entorno que me cayó en suerte, aunque la
decisión definitiva me la fundamentó cumplidamente un señor con poder. El
desgraciado que movía los hilos, un año antes me ofreció ponerme a dedo como
profesor de literatura en Florida sustituyendo a Pascual Costa que había sido
mi profesor de secundaria o a un tal Hugo Rivas que no conocía; me dio a elegir.
A estos dos, él, que podía, los quitaba por suponerles a ellos malas ideas y para meterlos
presos. Aquella oferta destrozó la poca esperanza que podía tener en el futuro
próximo de Uruguay. Las dos víctimas señaladas en aquellos tiempos eran intelectuales
valiosos que tenía Florida, y posiblemente unos de los mejores del país. La
idea me rompió el alma: ahora sí que se
jodió el Uruguay, me dije. Aquel día llegué a casa a dedo, no tenía plata
para el ómnibus, y le dije a la vieja: vieja,
en marzo del año que viene me voy para España. Ella tragó saliva e hizo un
gesto mezcla de desolación y media sonrisa, mi determinación le hizo mella. Y
bueno, me fui a Punta del Este a trabajar en la construcción para conseguir la
plata para el pasaje y una maleta. Antes había estado en Montevideo trabajando
en una metalúrgica que hacía componentes para las planchas Philips, pero unos
milicos del Estado Mayor Conjunto me habían echado de la ciudad, junto con
Julio Molina y el Pardo, por haber denunciado a la empresa de no pagar los
seguros sociales cuando al Pardo un balancín le aplastó un dedo.
En marzo no pudo ser, pero
en junio sí que me fui.
En Punta del Este aprendí
bastante, con mucha jeta, en pocos meses pasé de peón a oficial albañil, luego
me rebajaron a medio oficial cuando descubrieron que no tenía mucha idea para
levantar paredes a plomo y que se aguantaran, pero al poco tiempo volví a ser
oficial, en otro sitio. Aprendí allí que en Punta del Este los uruguayos
constituíamos una población flotante provisional dedicada a los servicios domésticos
y de temporada veraniega, y que los estables eran unos muy pocos paisanos ricos,
y muchos ricachones extranjeros que no nos daban pelota. A la peonada se la
trataba de esconder al salir de la obra para que no deslucieran el glamur de la
Punta; debíamos patear unas cuadras para agarrar el ómnibus lejos de Avenida
Gorlero. Lo mejor que me llevé de allí, fue el sentimiento y disposición
solidaria de los compañeros de sudores. Vivíamos acinados en viviendas del
extrarradio de Maldonado; compartiendo entre cuatro o cinco habitaciones de
unos seis metros cuadrados donde además nos cocinábamos, y como teníamos solo
una olla, la usábamos para hacer los guisos, llevar la comida a la obra, y
después calentar en ella agua para ducharnos en un excusado fuera que tenía
como puerta una bolsa de plástico y un agujero para cagar. A veces nos
llevábamos una tira de falda o cogote para asar, el asado de costillas era muy
caro, y las milanesas las hacíamos con mortadela. La carne buena se exportaba y
la que quedaba solo la podían comprar los ricos. No se votaba porque no había
elecciones, mandaban los milicos que como se habían hecho dueños del territorio
y de sus pobladores no veían la necesidad de contar con los demás, aunque
teníamos banderitas para aplazar las ganas.
Cuando salí para España, iba
para Madrid, pero en el asiento de al lado, en el avión, venía un señor enjuto
de unos setenta años, y comenzamos a hablar. No recuerdo su nombre, ni si se lo
pregunté, pero me contó que estaba jubilado y que había sido profesor de la
universidad en Montevideo, conocía bastante de España, y se empeñó en que mejor
me fuera a Barcelona que había más trabajo. Vos
ahora cuando lleguemos te vinís conmigo al hotel, te peqás una ducha, y nos
vamos al Museo del Prado que es lo mejor que hay en Madrid, y después agarrás
un tren en Chamartín y te vas a Barcelona; y así lo hice.
Llegué a Barcelona, un día
de lluvia, la estación de Francia tenía la fachada ennegrecida y la calle era
de adoquines de piedras gastadas; se me cayeron los huevos. Como tenía el
teléfono de Leonardo, le llamé, y al poco rato apareció con Bienve. Cuando vi
su sonrisa ancha, su calva y la manera de remar al caminar, me volvió el alma
al cuerpo. Me llevaron a su casa, y por la tarde salió el sol, y caminamos por
las Ramblas. Desde ese día, siempre que me entró algún bajón, me he ido a bajar
las Ramblas.
¡La puta, que han pasado
personas y cosas en estos cuarenta años!; algunos se quedaron y otros no; las
cosas siempre se superan. Se me fueron
los dos viejos, pero los sigo teniendo como mis mejores maestros. El viejo
siempre me acompaña cada mañana cuando tomamos mate, y recordamos cuándo
íbamos con el serrucho al monte al lado de los Vidarte, a escondidas, a trocear
palos para hacer fuego y asar boniatos; y cuándo él se quedó sin trabajo unos
días y se iba al campo a cazar aperiaces para pucherearlas. El viejo se acuerda
de todo, de cuando plantábamos en el campo de Santos Muñoz, y llevábamos lo
cosechado en la carretilla para casa, y la vieja para ayudar tiraba delante con
una piola. Y a veces me echa en cara, para joderme, que hacía llorar a Cecilia
por puro boludo, y que la muchacha nunca se pudo ganar el kilo de caramelos que
le prometió si aguantaba un día completo sin llorar; y yo le digo, y vos,
que acostumbraste a Jacqueline a que se durmiera golpeándole el culo sobre los
pañales, y si no lo hacías se ponía a gritar como una marrana. Y nos
reímos.
La vieja de vez en cuando me manda un rezongón,
y trato de hacerle caso, porque me acuerdo cuando me cruzaba las canillas con
una vara de mimbre para corregirme. Para joderme, siempre me recuerda cuando en
el liceo perdí el examen de francés y me calenté tanto que llegué a casa y tiré
los cuadernos diciendo que no estudiaría más en mí puta vida, y la vieja me
dijo que no fuera burro, y me compró el libro para hacer el examen de nuevo,
que al final lo aprobé, sin aprender un carajo. Ella, que fue solo unos pocos días
a la escuela, siempre ha sido mi referente como economista, era un fenómeno
estirando un peso y se buscaba la vida como fuera, tejía, se iba a la vendimia,
punteaba la tierra, carpía boniatos, regaba; y nunca gastaba más que lo que
tenía, era una vieja rezongona, pero completa.
Ya pronto nomás el viejo seré yo, y si tengo
suerte, cuando sea osamenta igual hasta mis hijos cavilan conmigo; y lo que me
jode, es que todavía no toman mate los cabrones.
Barcelona a 12 de junio del
2019. RRCh.