domingo, 27 de marzo de 2011

La importancia de ser miope, y las ventajas que acarrea.


Siendo gurí chico que ni bandeaba los siete años se me atravesó la primera duda en serio de las que me viene a la cabeza: que igual había salido corto de entendederas. No me fijaba en las cosas que la maestra me quería hacer entender, me distraía en asuntos de poco provecho. Si la maestra me retaba la miraba, pero enseguida se me bajaban los ojos a sus tetas y sin remedio me zambullía en cavilaciones absurdas, de porqué las mujeres no saben mover las tetas, y si las tetas sirven para darle leche a los niños porqué las tenían  las solteras y  las viejas, y para qué  se les siguen criando hasta llegar a la barriga; pavadas que no servían para un carajo, pero imposibles de quitármelas de la sesera. Mi vieja me mandó a una vecina que me diera clases de repasada, pero no hubo caso porque la muchacha también tenía tetas. Un día me puso afuera con la cara para el sol, -dentro se veía poco por las ventanas chicas y la inexistencia de luz eléctrica-;  y ahí la vieja me hizo mirarla fijo, después me vichó de lado, me hizo rebolear los ojos, echarlos para arriba después para abajo; y al final vi por la manera de fruncir el ceño que había ensartado la idea que  llevaba barajando: que le había salido corto de vista. Como lo tenía entre ceja y ceja, en cuanto cayó mi padre se lo plantó, y para apuntalarlo bien le dijo que ella tenía parientes medios italianos que desde botijas chicos ya llevaban culos de botellas por cegatos; y que esas cosas son de herencia que  a veces pasan de los  más viejos a los más gurises saltando la parentela de en medio. Que ella viera clarito no quería decir que yo no precisara lentes, y que tenía que llevarme a un oculista. Mi padre la oyó porque no tenía más remedio, pero en cuanto la vieja paró para respirar, él le dijo que no dijera macanas, que con los ojos como bochones grandes que yo tenía, era del todo imposible que viera poco, que lo que me pasaba era por estar ocioso y me distraía de puro haragán, o a lo mejor había salido un poco burro. Pero al viejo le entró la duda, si se puso fastidioso fue por tener que gastar plata, que nunca había.  Y por otro lado estaba clavado que la vieja no se iba a ladear de lo que tenía fijo. Siempre estuvo segura que con la cabeza que nací y seguía conservando tenía sesos de sobra, y pensó que si no veía las cosas era difícil que me entraran y por eso me distraía con la imaginación. Según cuenta, estuvo un par de días haciendo fuerza para parirme, no había dios que me sacara; la mujer del taxista del pueblo que se prestó de partera se le sentaba en la barriga para ablandarme y que saliera. Las patas de la cama se clavaban en la tierra y yo hacía como que no me enteraba ni de los gritos de mi vieja. Al final salí con la cabeza como una berenjena en el color y la forma, más feo que negro con dos narices.  Y menos mal que la que hacía de partera,  toqueteándome le dio un poco de forma para juntar el hueserío y ver si aquello se acababa pareciendo a la bocha de un gurí recién nacido. La mujer tenía oficio porque la mollera de un gurí chiquito es blanda como manteca y podía haberme desgraciado. Y así y todo sucedió, que cuando tenía casi un año no la aguantaba solo, se me iba de un lado para el otro sin que tuviera gollete; no había manera, me la tenían que agarrar para que no me desnucara. Para mi madre esa cabeza grande no podía estar rellena de nada más que purita inteligencia y no iba a ser lerdo para dar respuestas. Fijo, que era corto de vista. Siendo vieja criolla, le llamaban gringa al ser de facha colorada por la italianada que le corría por las tripas, y  cuando se prendía a una idea era mejor darle lado para no tener que lidiar con la tropa de gringos que llevaba dentro. Y así nomás se puso en marcha para hallar la plata y que un oculista me mirara bien los ojos; no supe de dónde la sacó pero lo hizo. Me llevó, y tenía razón. Para desgracia de todos resulté miope. Enseguida le encargó los lentes fiados al Turco (que era judío pero nadie se animaba a decírselo). El Turco bajó las orejas y apuntó en la libreta porque nunca habíamos embrollado y nadie hablaba mal de nosotros. Que dieran algo a los pobres para pagarlo después no era cosa hecha, se tenía que haber echado fama de cumplidor. Tardaron como un mes para hacerlos pero en cuanto me los encajé ya cambió la cosa, veía todo clarito y hasta escuchaba mejor. Ahora sí, si me distraía después de la plata que se gastó sería un bolas tristes. Tenía que fijarme bien y  acertar todas las preguntas. El viejo cuando me vio se puso contento,  me dijo que parecía que ahora sabía más, que estaba igualito a los que siempre están escribiendo a la sombra mirando revirado, y que me lo estudiara todo porque los lentes costaron mucho y no los fuera a romper por andar chiviando. Me gustó tanto lo que me dijo, que hasta compadreé con mis lentes; estaba más contento que perro con dos colas.
         La mayor tragedia que la miopía le trae a un pobre, no es que vea poco, sino que tiene que ponerse lentes. Lo que ganaba mi viejo en un mes pelándose el culo en el tambo, no alcanzaba para pagarlos al contado. Y cuando ya los tuve, lo malo venía después: ¿y si se rompen qué hacemos? Aquellas ventanas con vidrios de aumentos, me cambiaron la visión de todo lo que me rodeaba. Me aficioné a fijarme tanto que más que mirar hacía fotos, me tomaba mi tiempo sin despegar los ojos de lo que quería aprender. Y eso duró para siempre; siendo ya mozo  tardé un rato largo en darme cuenta que casi todas las mujeres tenían celutitis, las estudiaba con tanta afición de la cintura para abajo cuando iban de espalda, que al llegar a las piernas ya se me habían ido. Desde ahí para delante ni se me podía ocurrir jugar a la pelota, cualquier tiro torcido de otro, me podía romper los vidrios o la armazón; y menos todavía  pelearme a trompadas, un error en la esquivada arruinaba a mi familia. Si me rompiera un brazo o una pierna no sería nada porque se cura solo; pero si eso le pasaba a mis lentes había que ir al Turco. Y encima el doctor le dijo a la vieja, que tenía que llevarlos de efectivo todita la vida. Con eso cuando fuera mozo no serviría ni para peón. Trabajar en el campo con lentes era más que fulero, y en el pueblo tampoco, habiendo pila de gente que veía bien, quién iba a querer a un miope. Cuando quisiera hacerle entender una verdad a otro, ya no podía contar con partirle la jeta si se ponía porfiado, aunque fuera la mejor forma que lo entendiera todo. Ni tirarle de lejos piedras con la onda, vaya que rebotara una y me rompiera los lentes. Me dio una rabia bárbara caer en la cuenta de todo lo bueno que ya no podía hacer; y no sabía cómo sacarme la desgracia de encima. Pero no tuve otro remedio que estrujarme el mate para encontrarle la salida. A lo del fútbol le hallé la vuelta pronto: era una bobada de jueguito, veinticinco hombres ya hechos, corriendo en calzoncillos como rabiosos detrás de una pelota pintada a cuadros. Era de risa, unos cuantos corrían para un lado y la otra parte para el otro, siempre desesperados para meter el cuero en un marco hecho con dos palos blancos enterrados y otro de travesaño. Los tres más viejos iban siempre de negro, a uno lo echaban al medio y los otros dos corrían para arriba y para abajo por los costado del campito sin salirse de una línea marcada con cal  y sujetando de un palo una banderita. El que echaban al medio no podía salirse de allí y se pasaba todo el rato haciendo ademanes y soplando un pito, mientras corría  detrás del que llevaba la pelota, pero nunca lo alcanzaba porque se paraba antes. Y alrededor del campo un montón de gente con gurises y perros, gritando como unos pavos y metiéndose fiero  con el del pito  y hasta a veces con su madre. Seguro que por eso siempre iba de luto. Y lo más raro del caso, que cuando sacaba del bolsillo un cartoncito rojo, después de soplar fuerte el pito,   se los enseñaba a todos como si fuera una estampita de la comunión, y unos le aplaudían y otros le puteaban. Y así me dije que lo de la pelota era una bobada que no valía la pena y nunca me arrepentí.
         Me fue más fastidioso renunciar a bajarles los dientes a los demás cuando fuera obligado, y nunca me he llegado a convencer del todo. Un baboso redomado de esos que no tienen vuelta, suelen aprender ligero con cuatro trompadas en el hocico y dos patadas en el ojete. Pero, ¿y si me rompían los vidrios? Y no está nada bien amansar a otros a piñazos y patadas. ¡Que sigan siendo ignorantes y que se jodan!. En ocasiones para peor, resulta que el que da lesiones a lo bruto acaba mal enseñado, o encuentra a uno que lo amansa con el mismo santiguado. Entonces; me empeñé de veras en hablar bien, quise saber decir y que se me entendiera todo, de manera que cuando fuera grande y se me engrosara el habla pudiera salvar los vidrios en parejo con mi gallardía. El camino que agarré se me hizo más poseado, pero con mejor panorama. Por otro lado chapé al vuelo que casi todos me querían más. Y mis viejos los primeros: ¡pobrecito que es cortoevista!. Mi madre recomendó a los de casa y al vecindario que ni se les cruzara pegarme en la cabeza que era malo para la vista. Aunque nunca se lo escuché, seguro que en el fondo se atajaba por los lentes y sacrificó que me fueran corrigiendo aunque lo mereciera.
         Y así empecé a verle las ventajas a la miopía, y a buscarle otras nuevas. Mi padre nunca me cacheteó, si me tiró algún viaje siempre apuntó a errar, no fuera a ser que por su culpa me saltaran los lentes. Y entonces me hablaba. Y la vieja también, aunque en ocasiones para apoyar la conversa se ayudaba de una vara de mimbre que tenía en el rincón de la cocina, que cuando me la aplicaba me dejaba las canillas ardiendo. Me fui acostumbrando a los lentes y a leer todo lo que encontraba a mano aunque fuera un pedazo de diario de un par de años antes, y me hice a la idea  que el que lee y lleva lentes siempre sabrá más que el que trotea al sol descalzo o se sube a los árboles haciendo macacadas. No hay más que ver que los hombres que salen retratados en los papeles, siempre van con lentes y además tienen la cabeza pelada y brillosa porque no se les aguanta el pelo; otra suerte que de yapa me dio el destino al poco tiempo. Además por cierto, si la cara de uno resulta incómoda de mirar o no encaja bien en el conjunto, con unos lentes de armazón linda se puede repechar. Aunque verídico es que en aquellas tareas a las que me obligaba el tironeo de mis urgencias los lentes no me ayudaban nada. Cuando descargaba camiones con bolsas de harina, me torcía la realidad el polvillo en los vidrios al juntarse con el sudor que me goteaba de la frente, tanto, que a veces tenía que tantear con las manos para no tastabillar. En las vendimias en ocasiones algún sarmiento me obligó a coser la armazón con alambre. En la fábrica de chorizos cada vez que salía de la cámara se me empañaban los vidrios de vaho y tenía que mirar por arriba para no llevarme nada por delante. Cuando hice de albañil siempre los llevaba salpicados de portland como cagaditos por las moscas o de algún otro bicho con más culo; y siendo mensajero cualquier garúa me dejaba la visión con lamparones. En fin, en todo lo que a mí no me gustaba mucho, mis lentes no me ayudaron. Pero es más verdad que cuando me hice universitario mis lentes se portaron macanudo, estuvieron tan a gusto con lo mío que engordaron de lo lindo: les doblé  el grueso de los vidrio. Fue entonces cuando mis lentes y yo estuvimos en comunión. Estoy orgulloso de ser miope, de no haberlo sido, seguro que hoy sería zampaboya o un bichicome.
         Si a la suerte de ser miope le anudo la otra de haber nacido en un pago que cuando hicieron el reparto de esperanzas no me llegó ni una y no tuve más remedio que mandarme a mudar ayuntado con el silencio para interpretarlo a mi antojo; entonces quedó clarito que aunque me hubieran hecho por pedido, no habría salido tan suertudo. Suerte es tener inconvenientes que se dejen gobernar: como los míos. No hay más que mirar alrededor y ver las desgracias de los otros; haciendo un suponer en un cristiano que sea como un bratpit: todo bien hecho, con plata y mujeres que le revolotean como mosca en lo dulce; si es así, seguro que es flojo de galladuras, que se engruesa los brazos con remedios de vacuno y vive empedo todo el día. Seguro que no falla. Y eso sí que es tener mala yeta;  le salga como le salga siempre sale escaldado: si la señora se le va será porque él flojea en el catre, y si se le queda será que es pelandruna y además le mete guampas. Si  nos corremos para el lado de las mujeres pasa lo mismo o peor: si es linda de pecho, linda de atrás y linda de cara y encima se mantiene sin pedir, será porque se hizo redondear el culo, se rellenó las tetas con plástico blandito y se hizo tiraje de pellejos para andar puteando a gusto. Es más que sabido que las lindas putean o son taradas. Pero si tienen bigotes, las tetas caídas y granos en la frente, pero llevan lentes, es que salieron inteligentes, escribanas o doctoras; seguro. Se trata de emparejar haciendo justicia. La respuesta a  esto que parece un desatino está en la democracia. Es más viejo que la injusticia el saber que la gente solo se puede rejuntar en democracia si no quiere estar siempre embarullada en grescas y que la mande un milico. Y la tolerancia es el abono principal. Y para que todos entren hay que pararle el tranco a los  perfectos. Para eso no hay más remedio que encontrarle un defecto y tolerárselo después. Últimamente a los miopes nos han salido unos intolerantes del carajo con el berretín de curar la miopía. Por más baqueanos que sean, hacen sudar frío solo con que lo cuenten. Con un coso filoso como hoja de afeitar le abren a uno la tapa del ojo, le arremangan la tela para arriba y se la pegan en la ceja para que se aguante un rato, y enseguida con un soplete que echa rayos, le queman el agujero negro de la niña, le tiran un pegapega, le bajan la tapa desde la ceja y ahí se queda; después va el otro ojo;  y a la mierda la miopía. Y así sale el desgraciado lagrimeando con cara de abombado y derechito a comprarse unos lentes negros para que no le jorobe el  sol y no  le vaya a entrar una basura en el tajo que le dejó el intolerante que se quedó con su plata. Y todo para qué; ¿para que haya que hallarle otro defecto?
Ruben Romero de Chiarla, Barcelona a 27 de marzo del 2011

viernes, 18 de marzo de 2011

DIVORCIO, DINERO Y NIÑOS.


Es seguro que no existe ninguna persona de buena fe que, ante una quiebra matrimonial dé por bueno mezclar las cuestiones económicas con las relativas a los niños.  Nadie defiende tal cosa en abstracto, como nadie es capaz de separarlas absolutamente cuando el caso le atañe personalmente. Generalmente la  familia se sustenta  en dos pilares: padre y madre; y cables de tiraje que vienen de la familia de uno y de la del otro: abuelos, tíos, hermanos. Y mientras la familia subsiste, los dos pilares y los cables auxiliares soportan el peso repartido, aunque el peso soportado no sea exactamente igual en un pilar que en otro. Rota la solidaridad en el sostenimiento, las tensiones se diversifican, unos cables se destensan  y otros tiran más, y aparecen grietas y goteras donde no las había.  Y entonces, el pilar padre busca otros derroteros, intentando soportar solamente el peso de los hijos como la parte que le queda de la familia rota, y al mismo tiempo construir una alternativa con el resto de su potencial. El resto como tal, siempre es menos de lo que tenía. El pilar madre hace o pretende hacer exactamente lo mismo. Los dos se exigen compartir el peso que requiere el soporte de los hijos, pero con tendencias distintas y mayores exigencias. Los dos con la misma legitimidad e idénticos derechos; pero siempre con los restos. Sucede que en muchos casos, el resto es casi nada, o sencillamente no hay. Mientras la familia permaneció unida, por ella se dio el resto. Ninguno de los pilares suele guardar para sí potencial de sobra, y si lo hizo, aflorarlo se le hace cuesta arriba. El equilibrio emocional proporcionado por la paz familiar, el afecto, la confianza y el proyecto de vida común, propiciaba poner todo el potencial humano y todos los recursos en la familia que se tenía. Cuando esos elementos de unión –afecto, confianza y proyecto común-, se diluyen, cada elemento del entramado familiar, separado del conjunto,  pierde la utilidad que sobre el todo tenían: una mano lava a la otra y las dos lavan la cara. Separados o divorciados la madre y esposa se convierte en mujer sola con hijos; y el padre en hombre solo con hijos. La mujer necesitará reconstruir su vida, superar las frustraciones, y el hombre también. Ambos en soledad lo primero que deben hacer es tratar de encajar los errores propios cometidos, para restablecer su paz individual. En la práctica no se comienza por ahí ni de lejos, se arranca por el análisis de las culpas del otro. Culpar al otro parecer que es el bálsamo que reconstruirá la autoestima; no lo es, pero lo parece. Cuánto más víctima se siente uno, más culpable se le hace al otro. Y el culpable siempre es el fuerte y el responsable de la hecatombe. Y todo culpable ha de pagar: ¡qué pague!. Pero, los procedimientos judiciales en los juzgados de familia por los que se encausa la controversia no prevén ningún castigo; las sentencias de separación o divorcio no terminan en condenas que impongan penas al culpable de la quiebra familiar; determinar al culpable no es la finalidad de tales procesos: no se busca. Y lo peor, es que tampoco es defendible que  se encuentre; si se hiciera ,posiblemente los dos irían presos. Pero, y quizás por eso,  las víctimas no se resignan. Y hay dos víctimas; el hombre que se siente víctima de la mujer y la mujer que se siente víctima del hombre. Ninguno asume la culpa; se la atribuye al otro; y el otro que pague. Y si no se le puede hacer pagar de una manera más justa, ha de pagar con dinero. La víctima siempre consigue aliados. La mujer víctima, encuentra un entorno que le apoya en el justo designio de dejar a su victimario sin un duro. La víctima hombre recibe de su entorno la consigna de que su victimaria no se lleve nada. En la inmensa mayoría de los casos, casi todos, las pretensiones de las dos víctimas son distintas. La femenina intenta sacar, la masculina no dar. Pero resulta que lo que se saca junto con lo que no se da, constituye menos del todo que antes había para los dos y para los niños. Y los niños se convierten en instrumento para sacar y en instrumento para no dar. El hombre como sólo le quedan los hijos, de  lo que fue su familia, intenta que los extraños no reciban nada, y la más extraña de todas es la ex-esposa que además es la única culpable. La mujer se sitúa en la misma  posición, está sola y tiene a los hijos, e intenta sacar para ella y sus hijos lo máximo posible del único culpable de su situación. Las dos víctimas-culpables se atribuyen para sí la exclusividad en la defensa de la prole. Todo lo que hacen, o le hacen al otro, es por sus hijos; para ellos no quieren nada. La mujer por sus hijos hasta les busca un padre nuevo, y el hombre por sus hijos procura una madre sustituta, cualquier otra mujer lo hará mejor. Realmente ambos lo que quieren conseguir es, afecto, confianza, un proyecto común con otra persona y una nueva paz familiar; pero esa empresa comienza con hipotecas que se traen de la fallida, que hablan, piensan, piden, exigen, se quejan y sufren; y en cuanto dejan de hacerse pipí y caca inician la edad de la gilipollez. Todo incrementa los gastos: dos viviendas, dos neveras, dos lavadoras, y dos cama de matrimonio por completar en su cabida. Los niños son los mismos, pero necesitan igual espacio con cada progenitor, y acaban ocupando el doble. Antes del naufragio el barco tenía capitán, contramaestre, una marinería que les respetaba y un solo rumbo. Después quedan dos botes con un capitán cada uno, sin contramaestre, y una marinería en desobediencia jerárquica esperando ofertas y haciendo reivindicaciones sobre una mar en calma chicha. Las reivindicaciones generalmente son todas aceptadas bajo condición suspensiva de que las pague el culpable, que siempre es el otro. Y aquí es cuando el dinero deja de ser medio para conseguir cosas y se convierte en la cosa a conseguir. Y realmente es verdad que quien exige lo necesita, y quien lo niega no lo tiene. Al que exige le asiste razón puesto que tiene menos tiempo y más gastos, y el que no da también, y por los mismos motivos. Pero ninguno de los dos admite al otro que los dos  tienen menos tiempo y más gastos; admitir tal cosa al enemigo culpable sería  como reconocer que en eso se está peor; y no puede estarse peor habiéndose alejado del culpable. Resulta obligado estar mejor. Tener menos tiempo y más gastos es culpa del otro, y por ello el otro tiene que pagar. El incremento de gastos no solo viene por tener que duplicar las cosas; es que además surge la necesitad de tener más cosas y más caras. La acumulación de cosas y el incremento de sus calidades, resulta de suma utilidad para casi todo lo que se considera imprescindible. Es imprescindible mayor gasto en ropa y en todo lo que tiene que ver con la decoración externa puesto que cada uno entra en el mercado para ser merecido y lo hace con  exigencias más depuradas, y así: más cremas, más perfumes, más peluquería, y si es posible un coche descapotable de dos plazas.  Las cosas tienen que ser de buena calidad para que se vean y proporcionen rendimiento eficaz en los ratitos que quedan. A los niños hay que darle cosas a la última moda para compensar la falta de tiempo. Y hay que salir; y no a cualquier sitio si la salida consiste en encontrar; y para encontrar hay que invertir tiempo y dinero y además parecer que se está contento y desinteresado, de lo contario no se halla. Y cuando se halla hay que satisfacer el hallazgo invirtiendo tiempo y dinero; y si se abandona lo hallado se pierde lo invertido; y a empezar de nuevo. Como no se quiere repetir el fracaso, al hallazgo se le mide con el molde del culpable y como encaje solo un poco se huye de lo encontrado como gato al agua caliente. Y los niños siguen ahí, siempre se quedan esperando, no tienen otro remedio.
         Pero no siempre es así, los hay que entran en barbecho. Si es mujer, parte de la premisa que no hay hombre que valga la pena porque son todos unos cerdos; deja de depilarse, no se tiñe el pelo, ni se pinta, consigue que los amigos nunca estén; si trabaja comienza a faltar y si no lo hace no lo busca; se atiborra de ansiolíticos y procura que el culpable no se olvide de ella; se centra en la destrucción como objetivo prioritario. Como deja de ganar y tiene más gastos, necesita dinero que el culpable ha de darle; y si no se lo da, casi que mejor porque así el culpable  es más culpable y ella tiene más razón . Si es hombre parte de que todas las mujeres son putas, salvo su madre y sus hijas si las tiene; deja de planchar la ropa o no sabe; no se pone desodorante; quema el sofá con los cigarros; chorrea con cerveza todo el piso; no hace más horas extras, se le expande la barriga y prefiere pagar mujeres por hora que siempre será más barata que la que dejó. Tiene más gastos y menos ingresos, pero casi que mejor, para que no se lo lleve la guarra, que es la culpable de todo. Y los niños siguen ahí, siempre se quedan esperando, no tienen otro remedio…
Barcelona a 19 de marzo del 2011; Ruben Romero de Chiarla.-

domingo, 6 de marzo de 2011

Julio Molina Alegre

Te acordás….
Claro que me acuerdo. Me acuerdo de todo como si fuera ahora.  Qué te creés, ¿que porque haya perdido el pelo también se me han caído los recuerdos? Como si te estuviera viendo: en el tren, yendo para Montevideo los domingos por la tarde, para la Pensión de la gallega  de la Calle General Flores, en verano, cuando trabajábamos en la chanchería con Cadera; vos tenías una camisa de cuadros verdes con rayas rojas que te la arremangabas por encima de los codos y metías el paquete de Nevada en el doblés; flaco como galgo, media melena, el termo azul bajo el bazo, el mate en la mano, y un bolsito con la muda para la semana y el equipo blanco de trabajo que te lavaba Doña Blanca, tu vieja. ¿A qué vos no te acordás de cuando me comí todas las milanesas? ¡Ah, amigo!  Estábamos en la pieza de la pensión, vos, Cadera, Jorge Perrone, Pitino y yo. Vos y Cadera desde Isla Mala ya iban hablando de fútbol, creo que era cuando Cadera y Pitino hacían de directores técnicos del Peñarol de las Canteras, cuando los dos se habían comprado unas trincheras negra igualitas; y vos, me parece que hacías de juez o jugabas, de eso ya no estoy seguro. Pero lo cierto es que estaban analizando las jugadas, y de vez en cuando Pitino metía la cuchara para animar la discusión; como a mí lo del fútbol nunca me entusiasmó mucho, al menos desde cuando gurí me pusieron lentes; yo escuchaba como quién oye llover e iba comiendo milanesas; cuando terminaron la discusión ya no quedaba ni una. Pero te juro que fue sin darme cuenta, yo comía distraído  y me las zampé todas. ¡Qué joda! No estuve bien, ya lo sé… ¿Y te acordás?, cuando trabajábamos con el Pardo en la fábrica aquélla que hacíamos las carcasas de las planchas Philips; uno de los dueños me parece que se llamaba Nelson, el otro socio ya no me acuerdo. Nos trataban muy bien, nos decían cariñosamente: canarios; nos daban palmaditas en las espaldas, de agradecidos que eran con nosotros que le trabajábamos hasta dieciocho horas al día. Pero, te acordás que cuando al Pardo le machacó el dedo el balancín y descubrimos que no pagaban los seguros, y reclamamos con aquél que se llamaba Pinino, que era medio abogado y que luego lo mataron los milicos; entonces ya no nos daban palmaditas los hijos de puta, sino que se fueron a lambetearle a los milicos, a denunciarnos por sediciosos. Y los del esmaco nos echaron de Montevideo. Sí; el esmaco, eso quería decir: estado mayor conjunto; la junta militar de los milicos que mandaban y hacían desaparecer gente; nosotros les debimos dar lástima y solo nos corrieron de la capital. Y vos, el Pardo y yo, volvimos a Isla Mala con la cola entre las patas… Al poco tiempo nomás; agarramos los tres para Punta del Este;  llevamos los colchones al hombro y unos ataditos con nuestras pilchas; yo me hice una mochila con una bolsa plastillera montada en una armazón que fabriqué con la baranda de la cama de cuando era gurí, que mi viejo guardaba en el galponcito. Agarramos el tren, luego un ómnibus, y llegamos a Maldonado serios como cusco en bote, sin saber muy bien para donde agarrar…. La plata nos daba para unos refuerzos de mortadela, para galguear un par de días. Si no estoy errado, enseguida comenzamos a trabajar de peones en una obra en la Punta. Creo que se llamaba Torreón el edificio. Al Pardo y a mí nos metieron en el foso de la mezcla, y vos te fuiste a las carretillas. ¿Te acordás del capataz aquél que teníamos los peones?; era rengo y bastante hijoeputa, no nos dejaba ni respirar. Menos mal que vos y yo fumábamos y mientras armábamos el cigarro enderezábamos el lomo; más jodido lo tenía el Pardo que no fumaba y encima tenía la pata chueca. Pero a la semana y poco, ya nos pudimos comprar botas de goma y curamos las llagas que en las patas  nos hacía la cal… Había que pelearse en la casilla del que repartía las palas: para elegir la más chica. Si te tocaba una pala nueva al cabo del día levantabas miles de kilos más que si la pala estaba bien gastada; y se notaba en los brazos y la cintura; ¡joder si se notaba! …. Echábamos los bofes; ahí vimos que lo mejor para las mataduras de las manos era mearla bien por las mañanas. Mirá que hicimos techos de baños cuando estuvimos en el edificio aquél cerca de Gorlero, creo que ese se llamaba Torre del Sol; ahí casi que lo pasamos bien; todo el día con la mezcla fina mirando para arriba y escuchando la radio; no estuvo mal, los capataces casi nunca venían a rompernos las pelotas… A mí me jodió mucho cuando en los veranos no podíamos agarrar el ómnibus en el centro de Punta del Este; los desviaban por fuera porque afeábamos el paisaje a los turistas platudos. Nosotros con la olla de la comida, llenos de cal y portland hasta en los ojos, con botas de goma a media canilla y las patas envueltas en arpillera, haciendo varias cuadras a pié para que no nos vieran los ricos… Yo cuando fui a Punta del Este ya tenía decidido dejar el Uruguay; cuando me mudé a España hermano; nunca me sentí extranjero como me hicieron sentir allá, que se supone era mi país… Te acordás cuando escuchábamos a José Larralde… Escuchá, escuchá: “me fui pa la ciudá porque se me dio la gana; si ando como las ranas zapateando en el bañao, no es culpa mía cuñao, yo también soy raza humana. Sabedores de escritorios, consejeros del saber, quisiera poder creer que naciste de tu mama, con una jerga por cama, pa contarme como fue. Seguro que en otro lado no ha de ser todo tan bueno, pero andar en campo ajeno sin más razón que durar, termina por reventar hasta el genio más sereno…”  Te aseguro, ché, que cuando en la universidad aprendí  a Sartre, que era un francés medio visco que se inventó el existencialismo, y  a los filósofos griegos que se hicieron famosos hace mil años por decir que solo sabían que no sabían un carajo, nunca se me quedaron en la memoria como se me quedó Larralde; ¡la puta!, ese viejo sí que era filósofo; parecía que cantaba para nosotros y que nos estaba viendo… Al poco tiempo que llegué a aquí te mandé por carta una poesía que te dediqué; ya no me acuerdo que te puse, pero hablaba de los tiempos nuestros en las obras, de las miserias que vivimos juntos, y de las injusticias; la escribí a mano, y no guardé copia. Cuando fui a verte a Isla Mala, como a los 3 o 4 años desde que me había venido, la primera vez que fui para ver a los viejos; te visité, y lo primero que me enseñaste fue  la poesía mía: la habías clavado con chinches en la parte de dentro de la puerta del ropero.
JULIO MOLINA ALEGRE; hace un par de días me llamó mi vieja y me dijo que te habías muerto y que ya te habían enterrado. “Cuando el hombre anda en la mala, pisa caca y se resfala, pisa en los seco y también, el infierno y el edén en su suspiro se exhala…” Hermano; yo no creo en dios, pero si me equivoco y existe, ahora que soy abogado apelo a  que te trate bien, que tengas siempre yerba para tomar mate y algún compañero para conversar; que no te falte nada importante. Hoy cuando salí del despacho en la moto, sin avisarme te me presentaste en mi cabeza y me llevaste más de  treinta años para atrás y, sería por el viento, pero se me caían las lágrimas como porotos; y llegamos hasta cuando éramos unos botijas; bueno, vos no tanto: me llevás como seis años… Si por aquellas cosas alguna vez nos encontramos,  vamos a tomar mate hasta que pase un cura a caballo en un burro blanco, mientras escuchamos a José Larralde: “ se va el hombre de su pago, y es muy fácil de entender, alza hijos y mujer, vende recao y caballo, perro, gato, pato, gallo, y rancho si supo tener. Se va el hombre de su pago cansao de andar esperando, que alguno se ande acordando, que  él también es un paisano y tiene dos buenas manos, pa no vivir mendigando…”
¡Adiós compañero; hasta siempre Julio!
Ruben, 4 de febrero del 2011.-