Siendo gurí chico que ni bandeaba los siete años se me atravesó la primera duda en serio de las que me viene a la cabeza: que igual había salido corto de entendederas. No me fijaba en las cosas que la maestra me quería hacer entender, me distraía en asuntos de poco provecho. Si la maestra me retaba la miraba, pero enseguida se me bajaban los ojos a sus tetas y sin remedio me zambullía en cavilaciones absurdas, de porqué las mujeres no saben mover las tetas, y si las tetas sirven para darle leche a los niños porqué las tenían las solteras y las viejas, y para qué se les siguen criando hasta llegar a la barriga; pavadas que no servían para un carajo, pero imposibles de quitármelas de la sesera. Mi vieja me mandó a una vecina que me diera clases de repasada, pero no hubo caso porque la muchacha también tenía tetas. Un día me puso afuera con la cara para el sol, -dentro se veía poco por las ventanas chicas y la inexistencia de luz eléctrica-; y ahí la vieja me hizo mirarla fijo, después me vichó de lado, me hizo rebolear los ojos, echarlos para arriba después para abajo; y al final vi por la manera de fruncir el ceño que había ensartado la idea que llevaba barajando: que le había salido corto de vista. Como lo tenía entre ceja y ceja, en cuanto cayó mi padre se lo plantó, y para apuntalarlo bien le dijo que ella tenía parientes medios italianos que desde botijas chicos ya llevaban culos de botellas por cegatos; y que esas cosas son de herencia que a veces pasan de los más viejos a los más gurises saltando la parentela de en medio. Que ella viera clarito no quería decir que yo no precisara lentes, y que tenía que llevarme a un oculista. Mi padre la oyó porque no tenía más remedio, pero en cuanto la vieja paró para respirar, él le dijo que no dijera macanas, que con los ojos como bochones grandes que yo tenía, era del todo imposible que viera poco, que lo que me pasaba era por estar ocioso y me distraía de puro haragán, o a lo mejor había salido un poco burro. Pero al viejo le entró la duda, si se puso fastidioso fue por tener que gastar plata, que nunca había. Y por otro lado estaba clavado que la vieja no se iba a ladear de lo que tenía fijo. Siempre estuvo segura que con la cabeza que nací y seguía conservando tenía sesos de sobra, y pensó que si no veía las cosas era difícil que me entraran y por eso me distraía con la imaginación. Según cuenta, estuvo un par de días haciendo fuerza para parirme, no había dios que me sacara; la mujer del taxista del pueblo que se prestó de partera se le sentaba en la barriga para ablandarme y que saliera. Las patas de la cama se clavaban en la tierra y yo hacía como que no me enteraba ni de los gritos de mi vieja. Al final salí con la cabeza como una berenjena en el color y la forma, más feo que negro con dos narices. Y menos mal que la que hacía de partera, toqueteándome le dio un poco de forma para juntar el hueserío y ver si aquello se acababa pareciendo a la bocha de un gurí recién nacido. La mujer tenía oficio porque la mollera de un gurí chiquito es blanda como manteca y podía haberme desgraciado. Y así y todo sucedió, que cuando tenía casi un año no la aguantaba solo, se me iba de un lado para el otro sin que tuviera gollete; no había manera, me la tenían que agarrar para que no me desnucara. Para mi madre esa cabeza grande no podía estar rellena de nada más que purita inteligencia y no iba a ser lerdo para dar respuestas. Fijo, que era corto de vista. Siendo vieja criolla, le llamaban gringa al ser de facha colorada por la italianada que le corría por las tripas, y cuando se prendía a una idea era mejor darle lado para no tener que lidiar con la tropa de gringos que llevaba dentro. Y así nomás se puso en marcha para hallar la plata y que un oculista me mirara bien los ojos; no supe de dónde la sacó pero lo hizo. Me llevó, y tenía razón. Para desgracia de todos resulté miope. Enseguida le encargó los lentes fiados al Turco (que era judío pero nadie se animaba a decírselo). El Turco bajó las orejas y apuntó en la libreta porque nunca habíamos embrollado y nadie hablaba mal de nosotros. Que dieran algo a los pobres para pagarlo después no era cosa hecha, se tenía que haber echado fama de cumplidor. Tardaron como un mes para hacerlos pero en cuanto me los encajé ya cambió la cosa, veía todo clarito y hasta escuchaba mejor. Ahora sí, si me distraía después de la plata que se gastó sería un bolas tristes. Tenía que fijarme bien y acertar todas las preguntas. El viejo cuando me vio se puso contento, me dijo que parecía que ahora sabía más, que estaba igualito a los que siempre están escribiendo a la sombra mirando revirado, y que me lo estudiara todo porque los lentes costaron mucho y no los fuera a romper por andar chiviando. Me gustó tanto lo que me dijo, que hasta compadreé con mis lentes; estaba más contento que perro con dos colas.
La mayor tragedia que la miopía le trae a un pobre, no es que vea poco, sino que tiene que ponerse lentes. Lo que ganaba mi viejo en un mes pelándose el culo en el tambo, no alcanzaba para pagarlos al contado. Y cuando ya los tuve, lo malo venía después: ¿y si se rompen qué hacemos? Aquellas ventanas con vidrios de aumentos, me cambiaron la visión de todo lo que me rodeaba. Me aficioné a fijarme tanto que más que mirar hacía fotos, me tomaba mi tiempo sin despegar los ojos de lo que quería aprender. Y eso duró para siempre; siendo ya mozo tardé un rato largo en darme cuenta que casi todas las mujeres tenían celutitis, las estudiaba con tanta afición de la cintura para abajo cuando iban de espalda, que al llegar a las piernas ya se me habían ido. Desde ahí para delante ni se me podía ocurrir jugar a la pelota, cualquier tiro torcido de otro, me podía romper los vidrios o la armazón; y menos todavía pelearme a trompadas, un error en la esquivada arruinaba a mi familia. Si me rompiera un brazo o una pierna no sería nada porque se cura solo; pero si eso le pasaba a mis lentes había que ir al Turco. Y encima el doctor le dijo a la vieja, que tenía que llevarlos de efectivo todita la vida. Con eso cuando fuera mozo no serviría ni para peón. Trabajar en el campo con lentes era más que fulero, y en el pueblo tampoco, habiendo pila de gente que veía bien, quién iba a querer a un miope. Cuando quisiera hacerle entender una verdad a otro, ya no podía contar con partirle la jeta si se ponía porfiado, aunque fuera la mejor forma que lo entendiera todo. Ni tirarle de lejos piedras con la onda, vaya que rebotara una y me rompiera los lentes. Me dio una rabia bárbara caer en la cuenta de todo lo bueno que ya no podía hacer; y no sabía cómo sacarme la desgracia de encima. Pero no tuve otro remedio que estrujarme el mate para encontrarle la salida. A lo del fútbol le hallé la vuelta pronto: era una bobada de jueguito, veinticinco hombres ya hechos, corriendo en calzoncillos como rabiosos detrás de una pelota pintada a cuadros. Era de risa, unos cuantos corrían para un lado y la otra parte para el otro, siempre desesperados para meter el cuero en un marco hecho con dos palos blancos enterrados y otro de travesaño. Los tres más viejos iban siempre de negro, a uno lo echaban al medio y los otros dos corrían para arriba y para abajo por los costado del campito sin salirse de una línea marcada con cal y sujetando de un palo una banderita. El que echaban al medio no podía salirse de allí y se pasaba todo el rato haciendo ademanes y soplando un pito, mientras corría detrás del que llevaba la pelota, pero nunca lo alcanzaba porque se paraba antes. Y alrededor del campo un montón de gente con gurises y perros, gritando como unos pavos y metiéndose fiero con el del pito y hasta a veces con su madre. Seguro que por eso siempre iba de luto. Y lo más raro del caso, que cuando sacaba del bolsillo un cartoncito rojo, después de soplar fuerte el pito, se los enseñaba a todos como si fuera una estampita de la comunión, y unos le aplaudían y otros le puteaban. Y así me dije que lo de la pelota era una bobada que no valía la pena y nunca me arrepentí.
Me fue más fastidioso renunciar a bajarles los dientes a los demás cuando fuera obligado, y nunca me he llegado a convencer del todo. Un baboso redomado de esos que no tienen vuelta, suelen aprender ligero con cuatro trompadas en el hocico y dos patadas en el ojete. Pero, ¿y si me rompían los vidrios? Y no está nada bien amansar a otros a piñazos y patadas. ¡Que sigan siendo ignorantes y que se jodan!. En ocasiones para peor, resulta que el que da lesiones a lo bruto acaba mal enseñado, o encuentra a uno que lo amansa con el mismo santiguado. Entonces; me empeñé de veras en hablar bien, quise saber decir y que se me entendiera todo, de manera que cuando fuera grande y se me engrosara el habla pudiera salvar los vidrios en parejo con mi gallardía. El camino que agarré se me hizo más poseado, pero con mejor panorama. Por otro lado chapé al vuelo que casi todos me querían más. Y mis viejos los primeros: ¡pobrecito que es cortoevista!. Mi madre recomendó a los de casa y al vecindario que ni se les cruzara pegarme en la cabeza que era malo para la vista. Aunque nunca se lo escuché, seguro que en el fondo se atajaba por los lentes y sacrificó que me fueran corrigiendo aunque lo mereciera.
Y así empecé a verle las ventajas a la miopía, y a buscarle otras nuevas. Mi padre nunca me cacheteó, si me tiró algún viaje siempre apuntó a errar, no fuera a ser que por su culpa me saltaran los lentes. Y entonces me hablaba. Y la vieja también, aunque en ocasiones para apoyar la conversa se ayudaba de una vara de mimbre que tenía en el rincón de la cocina, que cuando me la aplicaba me dejaba las canillas ardiendo. Me fui acostumbrando a los lentes y a leer todo lo que encontraba a mano aunque fuera un pedazo de diario de un par de años antes, y me hice a la idea que el que lee y lleva lentes siempre sabrá más que el que trotea al sol descalzo o se sube a los árboles haciendo macacadas. No hay más que ver que los hombres que salen retratados en los papeles, siempre van con lentes y además tienen la cabeza pelada y brillosa porque no se les aguanta el pelo; otra suerte que de yapa me dio el destino al poco tiempo. Además por cierto, si la cara de uno resulta incómoda de mirar o no encaja bien en el conjunto, con unos lentes de armazón linda se puede repechar. Aunque verídico es que en aquellas tareas a las que me obligaba el tironeo de mis urgencias los lentes no me ayudaban nada. Cuando descargaba camiones con bolsas de harina, me torcía la realidad el polvillo en los vidrios al juntarse con el sudor que me goteaba de la frente, tanto, que a veces tenía que tantear con las manos para no tastabillar. En las vendimias en ocasiones algún sarmiento me obligó a coser la armazón con alambre. En la fábrica de chorizos cada vez que salía de la cámara se me empañaban los vidrios de vaho y tenía que mirar por arriba para no llevarme nada por delante. Cuando hice de albañil siempre los llevaba salpicados de portland como cagaditos por las moscas o de algún otro bicho con más culo; y siendo mensajero cualquier garúa me dejaba la visión con lamparones. En fin, en todo lo que a mí no me gustaba mucho, mis lentes no me ayudaron. Pero es más verdad que cuando me hice universitario mis lentes se portaron macanudo, estuvieron tan a gusto con lo mío que engordaron de lo lindo: les doblé el grueso de los vidrio. Fue entonces cuando mis lentes y yo estuvimos en comunión. Estoy orgulloso de ser miope, de no haberlo sido, seguro que hoy sería zampaboya o un bichicome.
Si a la suerte de ser miope le anudo la otra de haber nacido en un pago que cuando hicieron el reparto de esperanzas no me llegó ni una y no tuve más remedio que mandarme a mudar ayuntado con el silencio para interpretarlo a mi antojo; entonces quedó clarito que aunque me hubieran hecho por pedido, no habría salido tan suertudo. Suerte es tener inconvenientes que se dejen gobernar: como los míos. No hay más que mirar alrededor y ver las desgracias de los otros; haciendo un suponer en un cristiano que sea como un bratpit: todo bien hecho, con plata y mujeres que le revolotean como mosca en lo dulce; si es así, seguro que es flojo de galladuras, que se engruesa los brazos con remedios de vacuno y vive empedo todo el día. Seguro que no falla. Y eso sí que es tener mala yeta; le salga como le salga siempre sale escaldado: si la señora se le va será porque él flojea en el catre, y si se le queda será que es pelandruna y además le mete guampas. Si nos corremos para el lado de las mujeres pasa lo mismo o peor: si es linda de pecho, linda de atrás y linda de cara y encima se mantiene sin pedir, será porque se hizo redondear el culo, se rellenó las tetas con plástico blandito y se hizo tiraje de pellejos para andar puteando a gusto. Es más que sabido que las lindas putean o son taradas. Pero si tienen bigotes, las tetas caídas y granos en la frente, pero llevan lentes, es que salieron inteligentes, escribanas o doctoras; seguro. Se trata de emparejar haciendo justicia. La respuesta a esto que parece un desatino está en la democracia. Es más viejo que la injusticia el saber que la gente solo se puede rejuntar en democracia si no quiere estar siempre embarullada en grescas y que la mande un milico. Y la tolerancia es el abono principal. Y para que todos entren hay que pararle el tranco a los perfectos. Para eso no hay más remedio que encontrarle un defecto y tolerárselo después. Últimamente a los miopes nos han salido unos intolerantes del carajo con el berretín de curar la miopía. Por más baqueanos que sean, hacen sudar frío solo con que lo cuenten. Con un coso filoso como hoja de afeitar le abren a uno la tapa del ojo, le arremangan la tela para arriba y se la pegan en la ceja para que se aguante un rato, y enseguida con un soplete que echa rayos, le queman el agujero negro de la niña, le tiran un pegapega, le bajan la tapa desde la ceja y ahí se queda; después va el otro ojo; y a la mierda la miopía. Y así sale el desgraciado lagrimeando con cara de abombado y derechito a comprarse unos lentes negros para que no le jorobe el sol y no le vaya a entrar una basura en el tajo que le dejó el intolerante que se quedó con su plata. Y todo para qué; ¿para que haya que hallarle otro defecto?
Ruben Romero de Chiarla, Barcelona a 27 de marzo del 2011