Es indudable que la libertad de expresión es un derecho fundamental de
cualquier sociedad que se pretenda democrática. La cuestión está en determinar
si tal derecho fundamental ha de estar por encima de otros derechos también
fundamentales o de todos los demás derechos. Podría defenderse que sí, puesto
que las expresiones de cualquier naturaleza, al amparo de cualquier
intencionalidad y dirigida al logro de cualquier fin, por si misma no producen
lesiones físicas, no atentan contra la vida, ni quebranta la libertad sexual,
ni obstaculizan la libre de deambulación de las personas. La palabra expresada
por cualquier medio por si sola no daña. Ahora bien, deberíamos admitir que posiblemente la
palabra se inventó para comunicar intensiones y hechos; para incidir en las
convicciones del receptor; para instigar acciones en los otros; para
convencerles con certezas o engaños, verdades o mentiras; para producir miedo,
para sugestionar, para cohibir al otro, para animarle, para humillarle, para
desprestigiarle o para encumbrarle, entre otras cosas. Y así, parecería
necesario que la libertad de expresión debe tener límites. Pongamos dónde
pongamos esos límites implicará necesariamente una censura, una prohibición a
expresar según qué, y tal cometido siempre y en todo caso será discutible. Y el
problema en que nos encontramos es que nos resulta fácil concebir los límites
que se le han de poner a aquellos que expresan lo que nos repugna, sin aceptar
que posiblemente al que expresa esas manifestaciones a él no le repugnan, sino
que las considera certeras, aconsejables e imprescindible. La persona que recita
públicamente un texto, que por ejemplo dice: ”Bauzá
debería morir en una cámara de gas, pero va?. Eso es poco, su casa, su
farmacia, le prenderemos fuego", "Miguel Ángel Blanco, Carrero Blanco
(suenan disparos), bah, ya no, ahora toca a Juan Carlos”, "Después mutilaré
a la De Cospedal, con la rabia del pueblo Vasco a los GAL"; posiblemente lo hace movido por sentimientos de
frustración y rabia, y no estaba en su intención ejecutar lo que promete, ni es
capaz de hacerlo, ni valoró previamente las consecuencias de su acto, ni
tampoco pretendió incitar a que otros ejercieran la violencia contra las
persona que él señala, posiblemente las señaló a título de ejemplo sobre lo que
para él es una injusticia generalizada que debe ser combatida. Probablemente también,
si no le hubieran condenado judicialmente por ello, sus expresiones no hubieran
tenido tanta trascendencia, en tanto que los periodistas no hubieran hecho uso
de la libertad de expresión propagando las consecuencias penales de la
sentencia. Si, cabría la opción de entender sus letras como una forma de
provocar reflexiones o como una crítica social más o menos desenfocada, o que
ciertas personas por dedicarse a una actividad –a la política en este caso-
deben soportar ellos y su entorno familiar y laboral cosas que los demás no.
Pero si admitimos que ello encaja en el ámbito de la libertad de expresión,
debemos admitir también que otro por ejemplo diga y publique: ”Pablo Iglesias debería morir en una cámara de gas, pero
va?. Eso es poco, su casa, le prenderemos fuego", "Tomás Pérez
Revilla, Federico García Lorca (suenan disparos), bah, ya no, ahora toca a Juan
Carlos Monedero”, "Después mutilaré a la Montero, con la rabia del
pueblo Vasco a los de ETA". Parecería poco probable que el Sr. Iglesias y su
entorno entendieran al abrigo de la libertad de expresión que, un mismo texto
se dirigiera contra él y los suyos, y seguramente le causaría la misma
repugnancia que le pudo haber causado al Sr. Bauza, la Sra. Cospedal o al Rey
Juan Carlos. Y ésta no es la cuestión por obvia; la cuestión está en la
repugnancia, el rechazo, y la ofensa, que a todos nos debe causar,
independientemente a quién se ponga en la diana. Mientras no seamos capaces de
calibrar los hechos desvinculados de quienes los generan y hacia quienes se
dirijan, no podremos valorar con sentido común cuáles son los límites de la
libertad de expresión, porque seguramente han de haber límites, y si no debe
haberlos, deberemos aceptar que la palabra se convierta en el arma más
peligrosa; dado que atributos tiene.
Y otra cosa será,
qué castigo merece aquél que instrumentaliza la libertad de expresión para lo que
no fue concebida.
Barcelona a 23 de febrero del 2018. RRCH
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