jueves, 4 de octubre de 2018

El Viejo.

Como él era el mayor de los seis, estuvo escaso tiempo en la escuela, ni un año, y allí poco le enseñaron. A los ocho más o menos ya servía para algo, entre las vacas o entre los terrones. Cuando le empecé a conocer tendría yo unos seis, y él treinta y pico. De antes no me acuerdo. Tenía las manos rasposas y callos en los nudillos de sus pulgares, como una pelotita, duras, casi trasparentes, ordeñaba las vacas a mano, y muchas. Olía a sudor hasta en invierno. Tenía una bicicleta de color gris con unas ruedas más anchas que las habituales, y un asiento de cuero duro con elásticos detrás, y la compró fiada. En la barra horizontal ataba una almohada, y allí me lleva, y un día por distraído se me fue la patita derecha entre los rayos de la rueda delantera, y se me arremangó el cuero del empeine, se asustó, me llevó a casa de una tía, hermana suya, y con salmuera en agua cliente me curaron. Tenía unos músculos en los brazos que ya siendo yo más crecidito quería que me salieran a mí, y me hice dos pesas con arena y portland en forma de rueda y unos alambres para que no se partiera, un agujero en medio y cuando se secó y estaba duro las uní con un palo y las levantaba una y otra vez, pero no conseguí nunca las bolas en los brazos que él tenía. Siempre estaba haciendo fuerza: ordeñando vacas, trasladando tarros de leche, y yendo y volviendo al trabajo en la bicicleta gris por caminos de tierra llenos de pozos, y cuando debía descansar plantaba boniatos, y papas, y tomates, y chícharos, y choclos. Y reía. Y arreglaba lo que se rompía, como podía, solo tenía un martillo y una tenaza, y un trozo de riel que servía para enderezar clavos viejos y cuando no, para mantener la puerta de la casa abierta. Siempre se reía y hacía cuentos; no los que se repiten y los saben todos, se lo inventaba, y a veces me asustaba. Una vez, todo serio dijo que había cambiado la casa por un cachilo Ford a un vecino, que era el único auto del barrio y hacía muchos años que estaba roto debajo de un árbol. Pero bueno, lo pintaríamos, le echaríamos nafta y a pasear por ahí y por allá. Y dormiríamos en los caminos y debajo de los puentes. Me lo creí, y miraba el techo de la casa como para despedirme, cuando se empezó a reír, respiré valorando lo que teníamos. Nunca se quejaba por nada, ni parecía que sintiera dolor por ninguna herida, un día se cayó en bicicleta cuando venía del tambo, como a las tres de la mañana, y se abrió el labio superior, se le veían los dientes con la boca apretada y uno de ellos lo tenía metido para dentro; lo cosieron en frío y cuando volvió le pidió a la vieja que le aprontara el mate, mientras él en el espejo se metía el diente para dentro, que le duró en su sitio quince o veinte años. Los callos que tenía en el culo del banco del ordeñar, cuando se le ponían fuleros le pedía a la vieja que le echar alcohol y le pusiera unto, y ya estaba. Siendo yo muchachón y con ganas de gastar más allá de lo imprescindible, cuando dije de ponerme a trabajar, él me dijo serio sin admitir réplica, que estudiara, que ya trabajaba él y la vieja, y que con ayudar en las vacaciones carpiendo los boniatos, regando los tomates, yendo a la vendimia y alguna changa más ya estaba bien; vos estudiá. Vivíamos de no gastar. Cuando dejó los tambos se fue a las canteras, lejos de casa. Venía los sábados por la noche en ómnibus en viaje de más de dos horas y se iba el domingo por la tarde, nos traía la plata y que la vieja le lavara la ropa. Él gastaba poco, un par de paquetes de tabaco Rio Novo, un librito de hojilla para armar los cigarros, el mate, unos litros de leche, una barra de jabón Bao, un poco de carne de puchero -aguja o falda- unas papas, fideos, algo de pan, y ya estaba. Pasada mi adolescencia y antes de mandarme a mudar, vivimos juntos, él trabajaba en la cantera y yo de peón de albañil, él dormía abajo y yo arriba en una cucheta hecha con madera de obra, al lado otro peón de nuestro pueblo. En el cuarto no cabían más de dos camas sobre el suelo. Él se levantaba antes, a eso de las cinco de la mañana, y cuando tenía el agua caliente para matear me llamaba. Tomábamos mates, sin decirnos nada, pero nos mirábamos, y luego nos íbamos al laburo, él a la cantera y yo a la obra. De escribir ya no se acordaba, pero aprendió a leer, y leía todo lo que caía en sus manos, concentrado, como desconectado del mundo. El día que le dije: viejo me voy de aquí, él me miró a los ojos, y bajando la vista dijo, a dónde. A España viejo, me voy a España. No me dijo nada más. Y, ¡la puta!, cuánto me hubiera gustado saber en aquel momento qué pensó; años después más o menos lo supe. Sintió miedo, frustración, esperanza, ilusión, derrota, triunfo, tristeza y alegría. Su hijo mayor se iba, y no sabía bien a dónde, ni cómo, ni para qué, ni si lo volvería a ver, pero me apoyó tragando saliva, confió en mí. Fue como aquella vez anterior que me dijo, vos estudiá que ya trabajo yo, esta vez era, vos andáte que ya me quedo yo. Y se quedó hasta que murió, y yo me quedaré con él hasta que me muera. Si alguna vez se me pasó por la cabeza hacer algo que no estaba bien, solo en pensar en lo que diría el viejo si me viera me paraba en seco, él siempre tuvo crédito, era hombre de fiar. Tengo en la mesita del comedor una foto de él, cuando estaba viejo y jodido, y su mirada de hombre bueno me tranquiliza. Nadie aún me ha regalado mejores ejemplos de abnegación, prudencia, sentido del deber, responsabilidad y decencia. Mi padre.

 

Barcelona a 2 de octubre del 2018. RRCh

 

 

 


















































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