Cualquier persona, sea la que sea y cualquier institución sea la que sea, si se analiza pura y exclusivamente desde sus defectos, sus errores, o desde su ineficiencia; siempre y en todo caso será una auténtica mierda, y así podríamos concluir razonablemente que vivimos entre la mierda. En eso estamos, y con esto alimentamos nuestros sentimientos que nos encapsula en un individualismo de decepción y soledad. Y nos soportamos atribuyéndoles a los demás las causas de esa vida de mierda, al tiempo que exhibimos nuestras intimidades en las redes sociales para en apariencia distinguirnos y que se note.
Desde que los seres humanos vivimos en sociedad, para
hacerlo, nos hemos tenido que regir por criterios de convivencia comunes que
debíamos respetar por mera supervivencia. Tales criterios han encausado
nuestras conductas, de forma que hemos asumido la necesidad de reprimirnos ante
la concreción y realización de parte de nuestros deseos. Como no todos los
humanos tenemos los mismos planteamientos, ni las mismas inquietudes, ni los
mismos sueños, ni las mismas aptitudes; nunca tales criterios generales
satisfacen plenamente a cada individuo. De ahí que jamás se ha llegado a
concesos por unanimidad, y se ha tenido que conformar con mayorías. Lo que en
sí mismo implica que las minorías han tenido que reprimir sus ilusiones para
encajar en ese todo de diversidad, o sencillamente salirse de su entorno. Frente
a la complejidad de tal encaje siempre se ha distinguido dos espacios de
convivencia, el privado y el público.
El ámbito privado generalmente se circunscribía al escenario
de la familia nuclear o amplia, que creaban sus propias normas de convivencia
que, aunque fueran más laxas que la norma sociales, también conformaban la
aptitud y la actitud con que los miembros de ese núcleo privado abordaban y
enfrentaban su encaje social: lo que en casa se podía hacer, no siempre se
debía hacer o se hacía en público; y en el supuesto que se hiciera lo indebido,
se asumía las correcciones impuestas para mantener la convivencia en paz. La
represión de las actitudes socialmente indeseables era norma necesaria.
Toda esta normativa, estas reglas o criterios, seguramente de
origen religioso o moral conformó la legalidad, y cuyo cumplimiento que en su
extremo de necesidad posibilitaba el uso de la fuerza o de la violencia, se
adjudicó a unos pocos individuos legitimados para ello. Y así evitar que cada
miembro del todo impusiera su voluntad sobre el resto o sobre algunos. Esto que
desde antiguo alguien bautizó como el “contrato social” es lo que conforma la
política que impregna y domina todo el ámbito social, e influye y regula
también el ámbito privado, aunque no con la misma severidad.
La política impregna y rige indefectiblemente la vida social
y privada de todos, estén donde estén y sean de donde sean. De la política sales los impuestos; determina
en qué se invierten, quién los paga y en qué proporción. La política decide los
planes de estudio, regula los colegios, las universidades, la investigación
científica, la elección y la regulación de los funcionarios públicos. La
política crea las leyes penales, civiles, administrativas, laborales. La
política selecciones y regula a los jueces, magistrados, ficales, militares y
policías. La política promulga la Constitución del Estado y la reforma o
sustituye por otra. Nada en absoluto escapa de la política, nada le es ajeno. Y naturalmente la gestión de la política puede
ser muy mala, mala, regular, buena o muy buena.
La maldad o la bondad de las decisiones políticas no
dependen de los “políticos”, dependen -o deberían depender- del conjunto de los
ciudadanos en una sociedad democráticas, entendiendo la democracia como un procedimiento
de selección de soluciones mediante el apoyo de la mayoría y siempre que todos
tengan el mismo derecho a elegir; y no, de lo que cada cual en su intimidad
entienda como justo. Dicho de otra manera; por más que a algunos o a muchos nos
repugne la pena de muerte, su instauración será democrática si la mayoría ciudadana
de un todo así los decide, y los demás tendrá que convencer de lo contrario,
para con mayoría cambiar tal decisión. Si la minoría disconforme se aparta en
adoración de su autoconvencimiento y el repudio a los partidarios del invento,
la pena de muerte sigue en vigor por más que sus acólitos sean todos unos
mierdas. Y esto suceden en todas las decisiones públicas que nos atañe. Ante las
decisiones públicas consideradas injustas o mejorables, se pueden hacer dos
cosas: una, intentar cambiarlas mediante el mismo procedimiento que las
instauró, o sentirnos víctimas de la idiotez de los demás que son una mierda y que
todos los políticos son ladrones o que
la política no nos interesa, y tristemente eso último es lo que se está
haciendo, posiblemente porque se considera lo más fácil.
Y, como la culpa de nuestros desvelos es de los demás, tratamos
de destruir las personas que decidieron las maldades, pero no combatimos sus
ideas, sus motivos, razones, intereses o prejuicios, y para hacerlo entramos en
el enfrentamiento personal. Buscamos las grietas, los defectos, los parentescos
o las actitudes privadas del otro siempre que sean negativas, naturalmente. Nos
centramos en qué maldades hizo o dejó de hacer antes; en cómo, dónde y con qué descerebrados
se ha educado; de dónde y cómo consiguió robando lo que tiene; en cuáles son
sus depravadas apetencias y conductas sexuales; en quiénes son sus impresentables
amigos y con qué malandros se relaciona. Así justificamos como “ese” defiende
tal cosa y porqué es un mierda.
Con argumentos destructivos nos entretenemos en el victimismo
y en el señalamiento de los causantes de nuestros males, pero hasta que no nos
pongamos a hacer propuestas con argumentaciones positivas, ahondaremos en la
decepción y la decadencia.
En Barcelona a 3 de junio
del 2022. RRCH
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