Los
tiempos cambian, y generalmente para mejor. Aunque en algunas cosas no.
Históricamente las personas socialmente significadas, y siempre lo han sido los
dirigentes políticos y sociales, hacían gala de sabiduría, de conocimientos, de
control absoluto de las parcelas de dominio, eso les reportaba autoridad. La
autoridad era el bien escaso que les distinguía. Los que tenían autoridad no
necesitaban potestades normativas de mando, no necesitaban imponer. Sus decisiones
conseguían ser acatadas pacíficamente y de buen grado, por la fuerza de la
razón, del convencimiento, de la credibilidad, del respeto que irradiaban. La autoritas trascendía por mucho a las potestas. Las personas que tenían
autoridad no necesitaban la imposición. Nelson Mandela tenía autoridad estando
preso y sin ninguna potestad de imposición doblegó a los racistas de Botha.
Martin Lutero King tenía autoridad sin potestades de imposición e hizo quebrar
la “supremacía” blanca en EEUU, lo
mataron pero perdieron ellos. Mathama Gandhi tenía autoridad dejando de comer,
sin tener más potestades que su propia voluntad venció al Imperio Británico y
la Reina hubo de recibirlo yendo él con un taparrabo. Jesucristo, lo
mismo. Y otros muchos menos conocidos
han tenido autoridad, y eso no solo les otorgó el inmenso honor de pasar a la
historia, sino que además su actitud ante el mundo, ante las injusticias, ante
la sinrazón, ante la ignominia, ante la mentira: dejaron en los seres humanos
unos valores permanentes, definitivos, perpetuos. Todos les admiramos, todos
han muerto, pero su dignidad y su fuerza vive. La autoridad hoy no solo es un
bien escaso, sino que además se ha desvalorizado por los que podrían o deberían
estén imbuidos de ella. Nuestros mandatarios que deberían ser honorables
representantes nuestros, desprecian la autoridad, solo quieren tener
potestades, Se han perdido el respeto a ellos mismo, a su propio ser, a su
propia posición de representantes. Se conforman con tener, depreciando ser.
Cuando se les descubre una indignidad sólo se defienden diciendo que ignoraban
los hechos indignos que protagonizaron, y a lo sumo, en excepcionales casos, al
ser descubiertos renuncian a su cargo, y eso que en sí mismo es muy poco, por
ser mejor que nada lo aplaudimos. La inmensa mayoría de ellos se defienden
alegando solo la ignorancia. Ser ignorante se ha convertido en un valor, ya no
desprestigia, salva. En otros tiempos, cuando la sabiduría, la responsabilidad,
el honor y el respeto eran valores imprescindibles para ser alguien ante los
demás, la acusación de ignorancia era infamante. Ahora no. Estos ignorantes
quieren ser víctimas de otro, dar lástima, y eso sí, mantener las potestades. Seguir
teniendo y ser nada. “Yo no lo sabía”
y “como no lo sabía no soy responsable”,
pero se quedan con lo conseguido sin saberlo y sin ser responsables de lo
conseguido. Lo conseguido sin querer, siempre salió de los demás, y los demás
pierden, nunca se les restituye lo quitado, se han de resignara en que “siempre ha sido así”. Nos mienten, no nos
respetan, se burlan. Cambian las reglas para seguir mintiendo, seguir
ofendiéndonos, seguir burlándose. Pareciera que fundamentan su autoestima en
esos contravalores.
Podemos
subvertir este bucle melancólico. Podemos. Pero en paralelo al unísono, al
tiempo que les desarmemos para que desaparezcan, hemos de construir una
alternativa. Al tiempo que nos defendamos, hemos de armar un ataque. Al tiempo que
les enterramos, hemos de construir una casa nueva. Hemos de enterrarlos lejos
de dónde al mismo tiempo estemos cavando los cimientos de la nueva casa. Si no
nos gusta la monarquía, hemos de estructurar y explicar de forma coherente y
completa, qué república ansiamos. Si no queremos que privaticen la educación,
hemos de explicar qué enseñanza pública queremos, con qué controles, con qué
contenidos, con qué financiación. Si queremos más gasto público para equilibrar
las oportunidades de los que no tienen, hemos de explicar de dónde y cómo
sacamos los fondos precisos, en qué hemos de gastarlos, qué hemos de suprimir y
qué hemos de crear; cómo, cuándo y dónde. Los que deprecian la autoridad, los
que no tienen autoridad, los que no quieren tener autoridad no nos van a dar la
respuesta. Porque no tienen autoridad. No es suficiente deshacernos de ellos,
hemos de organizarnos nosotros al margen de ellos, sin contar con ellos para
hacer la casa nueva, pero sin olvidar que ellos están ahí. Y al estar ahí y
mientras estén ahí, hemos de tenerlos a raya al mismo tiempo que hacemos. Podemos
hacer. Hagamos. No le pidamos que hagan. No harán.
Barcelona
a 4 de julio del 2014.-