La Justicia.-
Como primera aproximación, se podría decir que la Justicia en sentido propio persigue suprimir las injusticias. Toda realidad humana adolece de circunstancias, actos, actitudes, intenciones, imprudencias o faltas de entendimiento entre las personas que: incomodan, perjudican, humillan o destruyen a otras personas. La Justicia combate todo esto con el propósito de eliminarlo o al menos de minorarlo sustancialmente. Trata de restañar lo que no se debió producir pero se produjo, de reponer lo que debió ser, cuanto ello es posible. Y cuanto no es posible reparar el daño causado, imponerle al causante una sanción proporcional al hecho y una indemnización pecuniaria, que si bien jamás reparará el daño -si el daño es la eliminación de una persona o la producción de secuelas irreparables-, por lo menos proporcionará un mínimo de alivio en la víctima o en sus familiares. Todo acto injusto genera en la persona que lo recibe un quebranto emocional: rabia, decepción, arrebato, miedo, desconfianza, odio… Y sobre todo la necesidad de reparación: que se haga justicia. La persona agraviada por un acto injusto sufre una consecuencia de efecto doble. El primer efecto lo propicia lo que estrictamente pierde: la salud, el patrimonio o parte de él, un familiar, o una cantidad de dinero o un bien fácilmente sustituible por otro igual con poco dinero. El segundo efecto es el de perder la confianza. Muchas veces esta pérdida es la que más duele, y así se pierde la confianza: en prestar, en fiar, en transitar libremente, o en sí mismo. Pierde la despreocupación; bien éste, que cuando se tiene no se nota pero cuando se pierde hace la vida muy difícil. Y ante ello, pide Justicia. Necesita Justicia. El creer en la Justicia es el último asidero de la víctima. No obstante, la justicia que aclama no se la puede proporcionar a sí mismo, ni puede acudir a su allegados a que hagan justicia por él; no, debe acudir al Sistema Judicial.
El Legislador.-
Todo sistema judicial o jurisdiccional, se fundamenta en la conjunción de dos elementos o estadios, que han de complementarse de manera razonable y lógica. Ambos deberían encajar a la perfección para que la Justicia se haga. Por un lado la elaboración de las leyes (normas) que desde la división de poderes, se le encarga al poder legislativo (el legislador). El legislador es un representante de la soberanía popular, elegido democráticamente en cualquier sistema parlamentario: un político. Para ser político no se exige ninguna preparación académica especial, puede serlo un electricista, un filósofo, un arquitecto, un albañil o una persona sin ningún oficio; la esencia del político se encuentra en su capacidad de convencer trasmitiendo sus ideas. El arte de seducir intelectual y moralmente ya sea de forma acertada o no, es el instrumento básico, o único, que ha de desarrollar cualquier aspirante a representante popular. Su tarea de seductor comienza en el grupo político en el que se introduzca, si tiene más o menos éxito llegará a destacar, o no. Si destaca, independientemente de las artes que para conseguirlo desarrolle, será un político de base, o un líder. Dentro de los líderes estará en primera línea, en segunda o en tercera; y así podrá aspirar el parlamento nacional, a los parlamentos de las comunidades autónomas o a los ayuntamientos. Dentro de los ayuntamientos puede estarlo en los muy importantes como Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla entre otros; en los importantes como los de otras capitales de provincias, o en los poco importantes como los de un municipio pequeño. Una vez ha seducido a sus compañeros de partido para que le pongan en las listas, su tarea se dirige a conquistar el voto, a seducir al pueblo.
La finalidad última del político aspirante a legislador, es la de trasmitir las ideas en las que cree para que por ellas le voten, o trasmitir las ideas en las que no cree porque cree que les votarán por ellas. Una vez conquistado el puesto de legislador, se integrará en alguna comisión legislativa, y comenzará a elaborar propuestas, proposiciones de leyes. Lo hará con cierta esperanza de éxito si su partido tiene mayoría parlamentaria suficiente, y lo hará para la prensa si su partido está en minoría. Si su partido tiene mayoría parlamentaria suficiente, la esperanza se concretará si la realidad se lo permite; la realidad generalmente la establecen otros poderes o fuerzas que no son ni el legislativo, ni el judicial ni tampoco el ejecutivo. No obstante, entre el ejecutivo y el legislativo, si se empeñan, pueden modificar la realidad o plegarse a ella. El arte de lo posible tiene márgenes para el inmovilismo y también para la transformación, y estar en una orilla u otra depende de si llegó a legislador por la fuerza de las ideas en las que cree, o por la fuerza de las ideas en las que no cree. En el primer caso se hará notar por si mismo, en el segundo lo harán los medios de comunicación que crean en las ideas que el legislador no cree.
Las propuestas o proyectos de ley que se acaben promulgando por el legislador con el apoyo imprescindible del poder ejecutivo, se apoyan en un supuesto de hecho intangible, genérico; como por ejemplo impedir la violencia doméstica (modernamente llamada de género); pero sin pensar en la persona concreta que sea imputada, ni en la persona concreta que sea la víctima. Dicha concreción sobre las personas -al parecer-, lo debería hacer el Poder Judicial. Pero resulta que no lo hace el Poder Judicial, porque no lo puede hacer. El Poder Judicial no tiene Poder judicial. Éste, es el gobierno de los jueces que no incide ni puede incidir en la decisión del juez concreto, que lleve el concreto caso, de los concretos hechos, de la concreta mujer o del concreto hombre. El Poder Judicial, sin Poder, solo se encarga de cubrir las plazas de jueces; de crear nuevo juzgados, en definitiva de gestionar la parte de los Presupuestos Generales del Estado que el Poder Ejecutivo le asignó. Su poder, a lo sumo, se circunscribe a decidir y ejecutar sanciones a los jueces; sanciones que por pocas e inusitadas que son, poco trabajo les dan. Pero nunca pueden modificar una resolución de un Juez. Tan poco poder tiene el Poder Judicial que ni siquiera tienen potestades sobre el personal de ningún Juzgado; los oficiales, auxiliares y agentes judiciales dependen en parte de los Gobiernos Autonómicos y en parte del Ministerio de Justicia (Poder Ejecutivo), y los fedatarios judiciales (Secretarios) dependen del Ministerio de Justicia también; pero en nada del Poder Judicial. El Ministerio fiscal, otro actor en la acción de la justicia, nada tiene que ver con el Poder Judicial, es un órgano técnicamente independiente y unipersonal que promueve la acción de la justicia mediante delegados (Fiscales o Abogados Fiscales) y es avituallado por el Ministerio de Justicia. El Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo surgen directamente de las elecciones populares; sus miembros en las próximas elecciones a los cuatro años pueden ser sustituidos, de ahí su necesidad de seguir seduciendo a la ciudadanía si pretenden ser reelegidos. El Poder Judicial no surge de ninguna elección popular; es fruto indirecto y en parte, de las elecciones legislativas; y en parte de la voluntad de la corporación de jueces y magistrados. Éstos, que no se pueden sindicar, se apoyan en asociaciones de jueces y magistrados; asociaciones que son perfecto reflejo de las opciones políticas que concurren a los comicios, pero no responden ni ante la ciudadanía sometiéndose al resultado de las votaciones populares (no hacen campaña electoral), ni ante la opción política que les sostiene, porque tampoco pueden estar afiliados a partidos políticos sometiéndose a las disciplinas de tales formaciones. Jueces y Magistrados producen sentencias, autos y providencias que depende pura y exclusivamente de su voluntad, y de la voluntad de jueces y magistrados que al estar en órganos jurisdiccionales de mayor rango pueden revocar o modificar las resoluciones de los inferiores. Los superiores son los tribunales de las Audiencias Provinciales o de la Nacional, Tribunales Superiores de Justicia y Tribunal Supremo. Según el tipo de procedimiento, los pleitos acaban en las Audiencias Provinciales sin ninguna posibilidad de acceder al Tribunal Supremo. Estos Tribunales, incluido el Supremo, tienen un supervisor que se encarga de observar y en su caso corregir cualquier desviación que a su entender atente contra la Constitución; pero el Tribunal Constitucional que tiene tal función, no depende del Ministerio de Justicia y tampoco del Poder Judicial, no es un órgano jurisdiccional, es un tribunal político. Con todo ello acaba resultando que lo que le pase a Don Juan Pueblo en su concreto caso depende, por un lado de la voluntad del legislador que a Don Juan como tal no lo tuvo en cuenta puesto que legisló para todos, para la generalidad; y depende, por otro lado de la voluntad del juzgador que sí debería considerar el caso de Don Juan Pueblo y ningún otro, cuando al caso de Don Juan se refiera.
El Juez o magistrado para dictar una resolución (sentencia o auto) realiza dos funciones; una la de juzgador, es decir la persona que establece qué hechos de los que le presentaron son ciertos y qué hechos no lo son. Una vez resuelta tal cosa desarrolla la función de aplicador de normas, aplica la ley que el legislador le ha proporcionado. Si en la función de juzgador yerra, la aplicación legal será fallida necesariamente aunque se sepa las leyes de memoria y las cante de corrido.
El Juez.-
La profesión de juzgador es tan sacrificada que no debería existir, ya solo por este dato; además de no estar dotada de ninguna utilidad y ser perjudicial para la consecución de la Justicia.
Un juez que se precie y sea apreciado en su corporación, tendrá un excelente expediente académico; debió superar todas las asignaturas de la carrera de Derecho al menos con sobresaliente, y mejor con matrícula de honor; y haber cursado la primaria y secundaria con calificaciones similares. Inmediatamente acabada la universidad habrá iniciado la preparación para las oposiciones y aprobado en los primeros puestos; mejor si fue el número uno. Desde los cuatro o cinco años de edad hasta los veinticuatro o veinticinco en que habrá recibido la patente de juzgador, no se debió distraer en nada más que, repetir a la perfección lo que sus adiestradores le hubieran dictado. Cualquier mirada a su entorno, cualquier posición crítica sobre la doctrina “científica” o cualquier opinión propia, le hubiera torcido del camino recto a su destino. La preparación de la oposición y su éxito, logrando el puesto deseado, es el premio a la fidelidad en la repetición de las instrucciones y sus complementos; esencialmente un reconocimiento a su retentiva fotográfica, a su capacidad de reproducir oralmente y por escrito literalmente el temario. Su preparación como opositor consiste en cantar los temas a un preparador que, antes de serlo fue un cantor de temas. El canto se valora tanto por el estribillo que repite, como por la entonación que le proporciona. La entonación es el único componente genuino del opositante, aunque también para ello se siguen reglas y técnicas que ha de aprender para conseguir que le escuche el ex-cantor que le examine. El opositante ha de cuidar al extremo lo que dice, si yerra en la cita de un artículo, refiriéndose al veinte cuando debió recordar el veintiuno, seguramente le suspenden; pero si acierta -porque la memoria no le traiciona con los nervios o la norma no está en el tema que lleva flojo-, aprueba. Y ello independientemente de su capacidad intelectual, dado que fuera de la memoria, ninguna otra virtud intelectiva es valorada para el oficio al que aspira. La calidad humana y moral del candidato es irrelevante: siempre y cuando no tenga antecedentes penales no cancelados. El opositor mientras lo es, no tiene ningún valor ni el más mínimo reconocimiento; se mantiene voluntariamente secuestrado en su emocionalidad; también en su aspecto físico y en sus potencialidades intelectuales. Emocionalmente ha de postergarlo todo para después de aprobar la oposición, incluso sus relaciones personales o de pareja. No se ha de distraer ni siquiera en ello; cualquier otra implicación social en su entorno le está vetada de forma radical; sería una pérdida de tiempo inaceptable. Físicamente se ha de mantener unido a la silla, los codos clavados a la mesa, y los ojos centrados en el temario que lo ha de leer una y tantas veces como sea preciso para enquistarlo en la memoria y poder cantarlo reiteradamente, y mantenerlo intacto hasta después del canto final en la prueba de oposición. Luego, ya puede olvidarlo si se deja.
Con suerte puede tener medio día y en ocasiones un día de descanso semanal, que tampoco lo es, puesto que por la calle acaba haciendo reglas memorísticas con las matrículas de los coches que ve pasar relacionándolos con los artículos del código penal o del código civil.
Intelectualmente debe rechazar cualquier tentación de pensar por su cuenta, aunque le es obligado aprenderse la posición doctrinal minoritaria que suele serla precisamente por crítica, innovadora o retrógrada frente a la mayoritaria; pero jamás introducir una opinión propia que se escape de las posiciones doctrinales publicadas.
La opinión del opositante además de ser inútil entorpece su carrera al aprobado. El secuestro le produce el síndrome de Estocolmo, y acaba admirando a sus secuestradores – todos ellos fueron secuestrados antes-; y les admira precisamente por el hecho de haberle secuestrado y por la noble causa que justifica el secuestro.
Una vez recibe la patente e ingresa en el bando de los secuestradores se ve liberado. Comienza a admirar a los veteranos en el oficio y con el paso del tiempo le aparecen admiradores. Todo se desarrolla por reproducción endógena dentro de la corporación, fuera de ella no sobresale más que por su condición de funcionario y en cuanto tal pueden recibir elogios interesados de algún civil que considera importante tener amigos hasta en el infierno, y él se suele dejar querer para completar los ingresos dando cursillos y conferencias que subvenciona el erario público o alguna entidad privada persiguiendo deducciones fiscales o publicidad.
Se admiran los unos a los otros, siempre que entre ellos no se pisen los espacios reservados o no coincidan como aspirantes a un ascenso con pocas plazas; y hasta la jubilación se vengan (en su mayoría, puesto que si no hubieran admirables excepciones sería la guerra). No se vengan de los secuestradores que son sus admirados agremiados, sino, de los justiciables.
El poder que se le atribuye en el momento de entregarle la patente y el puesto para ejercerla, es extraordinario; cualquier desvío intencional o negligente que en el tránsito de la carrera tengan, será esencialmente impune. En tales circunstancias, pueden privar a la personas de sus hijos; expulsarlos de sus casas; privarlos de libertad por muchísimos años; o hacer lo contrario.
La sobredosis de poder que se le inocula -en cuerpo virgen- tiene, en la mayoría de los casos, efectos desbastadores sobre sus capacidades cognoscitivas y volitivas. Y en algunos pocos, efectos beneficiosos para el prójimo. La reacción a la sobredosis suele ser generalmente idéntica a la que producen los psicotrópicos reductores de la conciencia, y en contados casos similar a la que produce las sustancias tóxicas ampliadoras de la conciencia; estos último son los que consiguen mantener en funcionamiento la administración de justicia mediante un desgaste psíquico acelerado; los otros, la mayoría, se amortizan como inútiles o dañinos.
El Juzgador, en relación a los asuntos y personas que por reparto le corresponda, se convierte en depositario de todo el monopolio de la violencia que la ciudadanía entregó al Estado. No tiene preparación ni experiencia para desarrollar la seducción intelectual encaminada a convencer al justiciable con elaboraciones ecuánimes, imparciales, razonables y lógicas. Tales carencias la suplen valiéndose de la prepotencia que saben que no será contestada, por el desamparo de quienes la sufren. Y en todo caso siempre pueden acudir al auxilio obligatorio que le proporcionarán los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que están bajo sus órdenes. Como tal posición de preeminencia impune no les garantiza un placentero tránsito por la carrera, suelen tener quebrantos en la autoestima cuando ésta se le satura de indiferencia. Pueden pedir tiempo para hacer incursiones en la vida real, y reintegrarse a sus puestos cargados de resentimientos si fracasan; y en tal caso pueden automedicarse con tratamientos paliativos consistentes en escarmentar al primero que les toca en suerte.
Él;(ellos) debiendo ser la última esperanza del ciudadano, como para dar esperanza y confianza no tienen ninguna preparación humana ni profesional, se convierten en el último trance que el ciudadano ha de superar cuando no tiene más remedio.
Para la actividad de juzgar se le dota de unos instrumentos extraordinarios que los utilizará a su libre arbitrio. Y así tiene la potestad de determinar a su voluntad qué hecho causa alarma social en el orden jurisdiccional penal; la alarma social es un concepto indeterminado instaurado por los nazis contra los judíos, pero que en las democracias se le dotó de otro contenido, aunque en verdad no se sabe bien cuál. No está claro si el instrumento de “la alarma social” va dirigido a proteger al presunto culpable de las iras de las víctimas o sus allegados que podrían tener la tentación de tomarse la justicia por sus propias manos; o, si realmente se trata de una suerte de castigo anticipado que se le impone al presunto culpable para tranquilizar a la sociedad alarmada generalmente por los medios de comunicación; escarmentando al que parece culpable aunque finalmente resulte no serlo.
La verdad, aunque sólo sea formal, no tiene trascendencia; el momento en que se determina por sentencia firme la condena o absolución suele estar lo suficientemente alejado del tiempo en que se produjo el hecho, como para que nadie ya lo recuerde.
Otro instrumento a su arbitrio es la libre valoración de la prueba en cualquier orden jurisdiccional que le toque, lo que implica que puede creerse una prueba de una parte y ninguna de las muchas de la otra; dicha libre valoración se complementa con otra libertad previa que, consiste en determinar también a su antojo qué prueba es pertinente o necesaria y cuál no; generalmente la inspección ocular o reconocimiento judicial suele considerarse no pertinente o innecesaria, y ello porqué, determinar lo contrario lleva aparejado que se traslade al lugar donde se produjeron los hechos o se están produciendo, y es siempre una incomodidad para él, y como tiene potestad no lo suele considerar pertinente. La valoración de la prueba la efectúa con total libertad valiéndose de los criterios de la sana crítica, concepto este último de difícil comprensión, puesto que presumir la sanidad del buen criterio en una persona que nunca ha tenido contacto efectivo con el mundo real es toda una aventura, y además tales criterios sanos en la crítica se ponen en relación con los hechos que él mismo se creyó.
El justiciable, -salvo ocasiones que se pueden contar con los dedos de una mano-, siempre sale frustrado, y ello aunque vaya preparado a la frustración. Esto sucede porque el ciudadano antes de pasar por el primer juicio idealiza al juez, cree en él, lo entiende como una persona venerable, ecuánime, comprensiva y atenta que le está esperando a él y a los testigos para escucharle sin perder detalle y sin ninguna prisa, con la finalidad de reproducir en su mente con la máxima fidelidad y sensibilidad los hechos que reflexionará cuidadosamente y confrontará con la ley para hacer Justicia. El ciudadano tiene como primera necesidad moral creer en la Justicia; dicha fe es lo que le proporciona la civilidad y el control de sus instintos violentos ante la frustración producida por un hecho injusto. Pero nada de ello sucede. Al juzgador se le enseñó a cantar temas, a sufrir la preparación al cante, pero no entró en su preparación el escuchar mirando a los ojos. La máxima que; “quién no entiende una mirada no entiende una explicación”, no cuenta para el juzgador, al cual contadas veces le interesan las explicaciones, puesto que parte del prejuicio de que todas se encaminan a engañarle, y todos los casos son más o menos iguales para él. La afabilidad, la comprensión y la empatía le fueron extirpadas como vicios. Parte de su venganza contra el prójimo -por lo que padeció en los tiempos de su voluntario secuestro-, se basa en la prepotencia, la falta de educación y el desprecio al justiciable, al que se le deja patente de entrada, que está allí molestándole con historias absurdas o poco interesantes. La administración de la justicia es lo menos valorado por la ciudadanía; es lo que menos credibilidad tiene.
El juzgador siendo el último resorte del ciudadano, es innecesario en su profesionalización. La actividad de juzgar es imprescindible, sin que lo sea la profesión de juzgador, en tanto que todo ciudadano normal está dotado para ello de forma natural, y además es una actividad que ejerce abundantemente de forma cotidiana en relación a sus amigos, sus enemigos, sus parejas y sus hijos. Tanto es que todos estamos dotados para ello, que hasta el Estado lo ha entendido y así sucede que en el enjuiciamiento de los hechos ilegales más extremos se ha podido sustituir al profesional juzgador por el ciudadano normal como jurado. Posiblemente serían sustituibles todos los juzgadores profesionales por un servicio público obligatorio. La idea podría incluso ser beneficiosa para reducir drásticamente a todos los funcionarios, por ejemplo manteniendo solo un cinco por ciento de los existente y devolviendo el resto a la sociedad civil para ser reciclados. En el caso de los jueces sería suficiente con instaurar el jurado para todos los procesos, simplificando los procedimiento, pagándoles a los ciudadanos que hagan de jurado, lo mismo que cobran los juzgadores profesionales, y si se quiere, podría emplearse a conocedores del derecho para que redacten las sentencias como aplicadores del derecho, y en el orden jurisdiccional penal determine la aplicación de la pena sobre el relato de hechos probados del jurado. Es posible hacer un turno especial para tal cometido entre los ciudadanos licenciados en derecho o abogados. Y su control se puede hacer a través de un libro o título propio del código penal y un procedimiento de enjuiciamiento por jurado especial.
El control del controlador es una asignatura pendiente que clama a gritos su aprobado.
El Abogado.-
La función del abogado es presentar el caso de la manera más favorable a su cliente, y actuando en contra de otro abogado o fiscal que presenta el mismo caso desde otra perspectiva. Persigue convencer al juez que su versión de los hechos es la cierta y que a tales hechos le corresponde la aplicación de determinados preceptos legales que dan como consecuencia una resolución judicial coincidente con sus pedimentos. El abogado suele ser el primer profesional que toma contacto con los hechos controvertidos, el primero que escucha la reclamación de justicia que le hace su cliente. Su misión, además de presentar el caso ante los tribunales si es imprescindible, consiste en resolver un problema; solventar un conflicto. Hay al menos, dos tipos de abogados: los que se centran en resolver el problema del cliente y los que se centran en solventar el problema propio. Estos últimos encuentran la solución ideal y definitiva en el mismo momento que reciben su paga; estos son los que siempre ganan sus pleitos, y los que se refieren a “ganar” generalmente nunca han perdido un pleito: lo de “perder” siempre lo usan solo en referencia a sus colegas. Los que se afanan en dar un servicio profesional al justiciable, lo primero que han de lograr es que el cliente les cuente todo lo sucedido. Esto que parece sencillo no lo es, puesto que las personas cuando hablan apasionadamente de las injusticias por ellos padecidas, tienen tendencia a dar por supuesto ante su interlocutor el conocimiento de hechos que no explican. Realmente el ofendido cuando está frente a un abogado actúa como abogado de sí mismo; es decir: presenta el caso de la manera más favorable a él; todo lo que cree que le perjudica no lo dice o lo disimula, y cuando el abogado se lo pregunta, en ocasiones, se siente ofendido porque cree sentirse juzgado y en lugar de explicar lo que es, trata de justificarlo sin contarlo. Lo segundo que el abogado tiene que conseguir, sin perder el cliente, es que éste racionalice sus pretensiones y relativice la urgencia en conseguir el resultado. Toda persona ofendida cree que la pena, la sanción o la respuesta legal frente a su oponente es severísima y además inmediata: “a éste se le caerá el pelo”; “te verás con mi abogado”. El cliente siempre pretende que su abogado le de la razón en todo y además le garantice el resultado; y realmente hay muchos que así lo prometen, pero éstos son los que resuelven el problema propio y no el del cliente. No existen respuestas legales severísimas, y menos aún urgentes. Se ha de explicar que se ha de tener razón; que una vez se tenga razón se ha de poder demostrar, y una vez demostrada se ha de esperar bastante tiempo por si la razón tenida y demostrada se la quiere dar el Juez; a veces se la dan a quien no la demuestra porque no la tiene. Estos datos, suelen ser conocidos por todos los abogados que quieren solventar problemas de sus clientes, de ahí que lo primero que intentará el abogado elegido será llegar a un acuerdo con el abogado del contrario, y esto se suele dar en la mayoría de los casos. A veces sucede evitando el inicio de un proceso judicial, en otras ocasiones una vez iniciado el proceso, y en bastantes casos una vez exista sentencia firme. Parece absurdo que se lleguen a acuerdos cuando hay sentencia firme, lo lógico parecería ser que la sentencia se cumpla; no parece coherente que quien resultó beneficiado por la resolución judicial firme tenga que seguir negociando; pero es así. Los jueces dictan sentencias y cuando éstas ya no admiten más recursos se convierten en firmes, pero ni el Juez ni nadie otorgan garantías que dicha resolución se pueda cumplir. Si un ciudadano es condenado en sentencia firme civil a pagarle a su contrario diez, y es insolvente; su contrario se conformará con dos si el abogado del condenado dice que los dos lo da un familiar, y serán dos o nada. Seguramente, en tal caso, serán dos, y asunto resuelto para siempre. Y si la oferta se rechaza puede el “ganador” quedarse con un papel muy bonito que nunca hará efectivo, puesto que el insolvente procurará seguir siéndolo, aunque realmente no lo sea. Maneras para acreditar la insolvencia existen muchas: tenerlo todo a nombre de la esposa si el esposo es deudor, o del esposo si la deudora es ella; tenerlo todo a través de sociedades mercantiles interpuestas; o sencillamente siendo realmente insolvente, que es lo peor. Ser insolvente “formal” no es una situación cómoda; si se tiene todo a nombre del cónyuge y éste decide el divorcio puede convertirse lo formal en real; con las empresas interpuesta puede acontecer lo mismo si los socios no son de fiar, y esto suele conocerse cuando ya es tarde. Todo esto también el abogado se lo ha de explicar al cliente cuando su pretensión es desestimada y otros le aconsejan fórmulas parecidas. En los casos que al cliente no le den la razón en los tribunales la culpa suele llevársela casi siempre el abogado, y siempre aparece otro leguleyo que aconseja las fórmulas mágicas para no pagar.
Si el abogado actúa en la vía penal, la cosa es distinta aunque no menos compleja y en ocasiones frustrante. Si defiende, aunque tenga la confesión de culpabilidad clara y precisa de su cliente, no lo puede decir –no es juez-, y su cliente merece defensa en un Estado de Derecho (que no implica necesariamente la absolución sino a veces una pena menor a la pretendida por la acusación), y además merece como ser humano encontrar al menos a otro que le crea, en el caso que niegue la acusación que soporta. El abogado fácilmente se encontrará en muchas actuaciones consiguiendo una absolución de su cliente sin hacer más que descubrir los errores, defectos, ineptitudes, desatenciones y negligencias múltiples del acusador público: el Fiscal; aunque su cliente sea culpable. El fiscal difícilmente va a las comparecencias, salvo claro está que el comparecido tenga tirón mediático y salga en televisión; este se apoya en el “buen criterio” del Juez Instructor, que debiendo ser imparcial no puede serlo por el procedimiento instaurado que debe manejar y porque la acusación pública –el fiscal- se descansa en él. El abogado también se puede encontrar que un inocente claro resulta condenado, sencillamente porque su cliente al declarar está nervioso (los inocentes procesados habitualmente lo están), no se expresa bien, mira para el suelo o para el techo y el instructor interpreta que miente, o hay un testigo falso que hace el paripé de mil maravillas. Si el inocente es pobre lo tiene peor, puesto que una cosa es poder pagarle al abogado y otra poder pagar también al abogado para que éste puede investigar incluso mediante detectives; es muy caro, y además el cliente cree que por ser inocente nada la va a pasar y por ende nada se tiene que gastar para defenderse. Explicar esto es harto difícil. En una causa penal pueden transitar por ella dos o tres jueces de instrucción y cada uno con su sensibilidad o insensibilidad y con su criterio propio; y también otros tantos Fiscales que llevan una parte de la causa en una carpetilla verde, toda no porque es mucho papel. El procedimiento que con los plazos legales aplicados en su rigor puede tardar seis o siete meses, se alarga a seis o siete años. El Fiscal nunca cumple los plazos; si tiene cinco días para informar al Juzgado se puede tomar cincuenta sin pestañar, y mientras tanto tiene la causa original sobre su mesa de manera que el Juzgado ante esa eventualidad no hace nada: no tiene el expediente, ¿qué va a hacer?. El juez instructor tiene potestades para sobreseer (archivar) una causa por que los hechos no son constitutivos de delito, porque no existen indicios racionales de haber cometido los hechos la persona imputada y por otros motivos, con lo cual parecería lógico que llevara personalmente todas las actuaciones para ir haciéndose una composición de veracidad o de inverosimilitud pero no siempre lo hace y en ocasiones casi nunca lo hace; toma declaración un oficial o auxiliar que generalmente comete una multitud de faltas de ortografía cuando no pone un “no” por un “sí”, una coma dónde no procede o una “o” donde debe ir una “y”, de manera que lo dicho, -si no lo hace corregir el abogado después de soportar miradas incriminadoras, soplidos o monosílabos ininteligibles-, se puede entender una cosa u otra. Y si se puede entender otra, el fiscal la entenderá, puesto que por más que la Constitución y el Estatuto Orgánico le manden defender la Justicia, solo defiende las condenas. Una técnica del abogado -que suele tener éxito-, es engordar el procedimiento con mucho papel, cuanto más papel menos interés en el Fiscal por leérselo y más interés por darle carpetazo; otra técnica es no hacer nada si el expediente está mal archivado o en manos de un funcionario inactivo que suelen abundar, en tal caso la prescripción del delito es un buen remedio; y si hay posibilidades de condenas indemnizatorias siempre hay tiempo de sobra que cuando el cliente resulte condenado se haya gastado o escondido todo su patrimonio; luego las dilaciones indebidas son una atenuante prevista en el Código Penal. Claro, si el abogado aquí es acusador por llevar a la víctima del delito su posición es más incómoda aún, puesto que su cliente ni entiende, ni puede entenderlo ni quiere, que pasen meses y años sin que no pase nada y el “criminal” campe a sus anchas; menos entenderá que le absuelvan por falta de prueba, máxime si las ha tenido todas pero no ha conseguido ni él ni su abogado que el juzgador y el fiscal se las lean. Que se las miren cuidadosamente suele resulta un lujo merecedor de premio, que ningún profesional pretende.
(continuará cuando tenga tiempo; y sin dudas: ¡vivan la excepciones!, que las hay, entre los jueces, los fiscales, los abogados y los funcionarios; pero aunque casi héroes: excepciones son)
Ruben Romero de Chiarla, Abog.
Barcelona, Diciembre del 2006.-
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