jueves, 22 de noviembre de 2012

AQUÉL

                   
                Aquél día, aquél muchacho miró el cielo, maldijo a dios, y se juró a si mismo que se iría de allí; aunque fuera al culo del mundo.      Apuntalaba su decisión en un sentimiento casi religioso, si acaso razonado sobre sus emociones. Había observado a lo largo del tiempo que los responsables de los males jamás aceptaban reproches por los efectos causados, siempre tienen preparada una buena excusa. En cambio, de las muchas veces que había maldecido a dios por la indiferencia mostrada ante las calamidades del mundo, nunca escuchó de él una queja; se consolaba creyendo que en caso de existir le perdonaría, por ser ese su oficio. De ahí, su fe en las cosas humanas, observando también que los que se proclaman ateos acaban creyendo en cualquier bobada o envenenados por lo que no comprenden.        Se echó en la cama, cerró los ojos, y estuvo un rato mirándose por dentro. Comprendió que toda su educación se sintetizaba en haberle inculcado la obligación de soportar la injusticia y de tolerar el aburrimiento.        Aunque sabía que nadie es capaz de saltar fuera de su sombra, creyó que la gloria solo pueden anhelarla aquellos que siempre la han soñado. Prefirió la libertad sabiendo que por sí sola no proporciona felicidad pero constituye el elemento esencial para un ser humano, aunque resulte que no vaya más allá del gusto de poder cagarse en dios y que éste no proteste. Dirigir su cólera a la divinidad le producía sosiego, consideró que el tamaño de las personas se puede medir en relación a aquello que le encoleriza.   Dejó de interesarse por los que comienzan a hablar antes de haber pensado, que nunca aprenden nada porque todo lo entienden demasiado pronto, y por los imbéciles que cuando algo les avergüenza dicen que cumplen con su deber.        Supo que vivir consiste en construir futuros recuerdos; que ser adulto implica estar solo; que la sabiduría está en discriminar a qué se le puede hacer la vista gorda; que el sitio ideal para vivir es aquel en el que es más natural estar como extranjero; que la ausencia disminuye las pasiones medianas y aumenta las grandes como el viento apaga las cerillas y aviva el fuego que arrasa el monte. Y decidió prestar oídos a todos, y a muy pocos la voz. En las lagunas del tiempo, resbaló, cayó, se levantó, lloró, rió, y volvió a caer…  Fue entendiendo despacio que la cáscara guarda al palo; qué sólo se sabe algo cuando se logra olvidar todo lo que nos han enseñado; que es mejor viajar lleno de esperanza que llegar; y que la finalidad última de todo lo que hacemos es que nos quieran para querernos; ¿o es querernos para que nos quieran?
                       
        Barcelona a 21 de febrero del 2003.- RRCH

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