Antonio
Vaquechuta siempre se había cultivado, y seguía. De adolescente ya se encariñó
con mirarse en el espejo inflando el pecho, escondiendo el ombligo y simulando
levantar una viga con los puños apretados. Se miraba la parte interior de sus
antebrazos manteniendo la tensión, tanteándose el bulto para calibrar su
consistencia. Se subía los calzoncillos para que le resaltara el paquete de la entrepierna, luego se aflojaba, respiraba, se acomodaba el
pelo, y contemplaba su cara de satisfacción. Años después se aficionó a los
gimnasios dándose palizas diarias como si su cuerpo fuera prestado. Y así se
hizo un hombre perfecto, daba todas las medidas estándares que leía en las
revistas de culturismo, no le sobraba un gramo de grasa ni le faltaba un
músculo bien definido. Todo bien y en su sitio, y pronto para conservarlo. La
nariz la tenía correcta aunque para su gusto no se correspondía del todo con su
cuerpo, le haría falta un poco más de volumen para darle mayor carácter a su rostro. Se la hizo operar y
cuando se le descongestionó desapareciendo el azulado que la contorneaba, se
convenció que le habían hecho un buen trabajo y que ésa era la que él
quería. Las orejas que ante no había
analizado a fondo, ahora ya no le
parecía que cuadraran bien, mirando una y después la otra la de la izquierda no
parecía que estuviera exactamente al mismo nivel, y un poco grandes. Se las
hizo operar y en cuanto se las
desenvolvieron concluyó que eran las que él se merecía, un buen trabajo.
Nariz nueva y orejas a estrenar para Antonio era una gran alegría. Aunque su
mentón siempre lo toleró, en el conjunto desmerecía todos los arreglos, pensó
que un poco más afilado hacia delante mejoraría su presencia, y se lo operó. De
paso el cirujano le indicó, con buen criterio, que puesto a hacer no le estaría
mal sacar un poco de tejido adiposo de la parte de abajo ya que con el tiempo la
distensión de la piel le haría desaparecer la nuez. Y le convenció.
Arreglada la nariz, las orejas, la pera y la papada, se halló con unos bultos
que le resoplaban debajo de los párpados, y ahí le metieron un tubito chupón
que se los rebajó al ras. Con la faz refaccionada a su gusto se dio varios
festines en el espejo haciéndose fotos que ponía en Facebook. Siempre sin
descuidar los deberes del gimnasio y las comidas con sus preceptivos
complementos para que los restos no se le vinieran abajo. El éxito en las redes
sociales fue descomunal, llegó a tener quinientos treinta y ocho mil amigos
diseminados por todo el mundo que le daban y le pedían consejos. En un foro
sobre la materia estuvo discutiendo varios meses entre entendidos sobre si el
cuerpo humano tenía solo seiscientos treinta y nueve músculos o más, algunos
decían que más porque no se estaban contando bien todos los de los ojos y que
sólo valía la pena trabajarse los estriados puesto que los lisos no respondían
a la voluntad. Lo que más interés le despertaba, exceptuando la cirugía
estética que consideraba el remedio definitivo, eran los productos alimenticios
de última generación para perfilar contornos. Un día no se sabe por qué, al dejar el espejo
en lugar de darse el último homenaje acariciándose el labio inferior con el
pulgar, se comenzó a rascar el tronco del pene por la parte de abajo. Y lo que
pasa, cuanto más se rascaba más ganas tenía, y en ello se le cruzó la duda que
igual había conseguido ser un perfecto idiota,
y lo que realmente necesitaba era trasplantarse el cerebro para dejar de
concebir pavadas. Se puso en internet y encontró una página que ofrecía
trasplante de cerebros garantizados por treinta y cinco años y un día, con
respaldo de una compañía de seguros y reaseguros con sede en Suiza y sucursales
en las capitales de los países más desarrollados. Lo mejor de la oferta, que le
conservaban el suyo por si el trasplantado fallaba o se aburría de usarlo, y
además ellos mismos le gestionaban una hipoteca sobre su casa para pagar el
evento, con devolución del capital en trescientas sesenta mensualidades
consecutivas, con interés variable referenciado al euribor más un diferencial
del cero cinco por ciento, sin
comisiones de estudio ni de apertura, cero por ciento en caso de cancelación
anticipada y con disposición en cuenta a
los cinco días de firmar los papeles. Luego le harían los análisis y las
pruebas para registrar sus signos vitales que debían encajar con el cerebro
nuevo. Una vez decidido, la espera no debía ser superior a quince días, puesto
que la empresa ofertante disponía de un banco de cerebros frescos, congelados,
y otros en pleno funcionamiento en
cuerpos vivos con opción de adquisición y primas pagadas por anticipado. La
primera pregunta que al días siguiente le asaltó su mente fue la de saber si el
cerebro nuevo no iba a parir las mismas tonterías que el suyo. Lo preguntó y le
respondieron que eso era del todo imposible, tanto que disponía de seis meses
para devolverlo si no le convencía, y que en todo caso ellos contaban con
concienzudos exámenes sobre el coeficiente intelectual de cada producto,
certificado ante notario, con dictamen de idoneidad efectuado por profesores de
las mejores Universidades del mundo,
expertos en psicología, psiquiatría, antropología, biología, etnología y
tauromaquia. Antonio Vaquechuta no se pudo resistir, se imaginó tener en mejor
cerebro de todos los cerebros del mundo, poder contestar con soltura, aplomo y
confianza cualquier cosas que sobre cualquier cosa cualquiera le preguntara;
convencer al más severo y recalcitrante
para hacer lo que él quisiera, se vio siendo el amo del mundo, un gran
señor seductor que conseguiría todo lo
que se propusiera, podía ser político, presidente, o consejero delegado de la
empresa que más cotizara en la bolsa de Nueva York, tener tantas mujeres de las
que aparecían en las revistas como nunca
había soñado. Se sometió a la operación y fue todo un éxito, no le quedó ni la
cicatriz. Se conoce que abordaron la intervención sacándole una tapa del cráneo
de la parte de arriba después de despellejarle el cuero cabelludo desde la
nuca, le quedó un hilito casi imperceptible debajo del pelo. En cuanto volvió
en sí lo primero que le llamó la atención fue la voz, y sin el más mínimo pudor
ya se dijo a si mismo que la tenía tan aflautada y atropellada que daba asco
escucharse. Lo malo fue cuando se miró al espejo, pegó un grito, diciendo que
tenía un cuerpo igual a los desgraciados que se machacan en el gimnasio cuatro
o cinco horas por día, y se pasan largo rato mirándose al espejo y el resto de
la vida comparándose con otro. No entendía muy bien cómo no se había muerto con
los cinco tiros juntitos que le habían dado en el pecho. Se encaró a la
enfermera para que viniera el jefe y le explicara qué le habían hecho para
cambiarle el cuerpo, y que dijera lo que dijera les pondría un pleito a todos
por haberle tenido haciendo gimnasia pasiva mientras estuvo inconsciente por la
anestesia, y que le trajeran la gafas porque no podía ser que se viera tan
ridículo. Inmediatamente apareció una psicóloga que hablándole cariñosamente le
invitó a que se tranquilizara que tenía que explicarle en qué había consistido
la intervención, se sentó la miró, y la mujer sin más miramientos le dijo que
le habían trasplantado todo el cuerpo porque el suyo había quedado inservible.
Que el cuerpo nuevo que tenía era de uno que lo había cuidado muy bien y que
para conservarlo en igual estado tenía que seguir unas pautas muy concretas de
mantenimiento. Lo primero que quiso saber era de qué había muerto el dueño del
cuerpo, y la otra le dijo que de nada, que no había muerto solo que el dueño
llamado Antonio Vaquechuta decidió trasplantarse el cerebro después de firmar
un montón de documentos y asumir el coste de la operación mediante un crédito
hipotecario al cual él por haber sido beneficiario del cuerpo tenía pagar las
trescientas sesenta cuotas mensuales que restaban. El hombre cuando oyó aquello
resaltó contundentemente que él se llama
y se llamó desde que nació Leopoldo Herrando Fallarás, y que ni firmó ni piensa
subrogarse en ninguna deuda ajena y que ya podían echarles encima toda la tropa
de abogados que quisieran. La psicóloga para tranquilizarle le dejó caer que no
solo los papeles estaban firmados por él, que no se llama Leopoldo sino
Antonio, ni Herrando sino Vaquechuta, y como científicamente conocían que por
el cambio de cerebro podrían producirse modificaciones en la firma, le habían tomado
las huellas digitales y una muestra de ADN ante el mismo Notario con el que
firmó las escrituras, con lo que no temían
enfrentarse a ninguna dificultad para acreditar su identidad. El hombre se puso
tenso, mantuvo la respiración un rato, y preguntó si le podían dejar los papeles
que firmó. La psicóloga que ya los tenía
se los deslizó suavemente. El hombre miró sin demasiado detenimiento la firma
que no se parecía en nada a la suya, descubrió la cláusula suelo en el cinco
por ciento y el techo en el cuarenta y dos, y cuando llegó al apartado que le
permitía devolver el cerebro, dijo que como él era el Sr. Vaquechuta según
correctamente le habían expuesto, y en base a que dice el papel que puede
rechazar el cambio si no le gusta el cerebro que le encajaron, acogiéndose a
dicho pacto decide que se lo quiten y le pongan el que tenía. La dirección del
centro de trasplantes se reúne en comité, acuerdan asumir lo pactado y
ejecutarlo. Antonio Vaquechuta cuando despierta, se incorpora y se planta ante
el espejo, tensa su musculatura, se la palpa y concluye que ha perdido maza. Y
se va al gimnasio.
Barcelona
a 17 de abril del 2015. RRCH
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