viernes, 17 de abril de 2015

ANTONIO VAQUECHUTA, el perfecto.


 


Antonio Vaquechuta siempre se había cultivado, y seguía. De adolescente ya se encariñó con mirarse en el espejo inflando el pecho, escondiendo el ombligo y simulando levantar una viga con los puños apretados. Se miraba la parte interior de sus antebrazos manteniendo la tensión, tanteándose el bulto para calibrar su consistencia. Se subía los calzoncillos para que le resaltara el  paquete de la entrepierna,  luego se aflojaba, respiraba, se acomodaba el pelo, y contemplaba su cara de satisfacción. Años después se aficionó a los gimnasios dándose palizas diarias como si su cuerpo fuera prestado. Y así se hizo un hombre perfecto, daba todas las medidas estándares que leía en las revistas de culturismo, no le sobraba un gramo de grasa ni le faltaba un músculo bien definido. Todo bien y en su sitio, y pronto para conservarlo. La nariz la tenía correcta aunque para su gusto no se correspondía del todo con su cuerpo, le haría falta un poco más de volumen para darle mayor  carácter a su rostro. Se la hizo operar y cuando se le descongestionó desapareciendo el azulado que la contorneaba, se convenció que le habían hecho un buen trabajo y que ésa era la que él quería.  Las orejas que ante no había analizado a fondo, ahora  ya no le parecía que cuadraran bien, mirando una y después la otra la de la izquierda no parecía que estuviera exactamente al mismo nivel, y un poco grandes. Se las hizo operar y en cuanto se las  desenvolvieron concluyó que eran las que él se merecía, un buen trabajo. Nariz nueva y orejas a estrenar para Antonio era una gran alegría. Aunque su mentón siempre lo toleró, en el conjunto desmerecía todos los arreglos, pensó que un poco más afilado hacia delante mejoraría su presencia, y se lo operó. De paso el cirujano le indicó, con buen criterio, que puesto a hacer no le estaría mal sacar un poco de tejido adiposo de la parte de abajo ya que con el tiempo la distensión de  la piel  le haría desaparecer la nuez. Y le convenció. Arreglada la nariz, las orejas, la pera y la papada, se halló con unos bultos que le resoplaban debajo de los párpados, y ahí le metieron un tubito chupón que se los rebajó al ras. Con la faz refaccionada a su gusto se dio varios festines en el espejo haciéndose fotos que ponía en Facebook. Siempre sin descuidar los deberes del gimnasio y las comidas con sus preceptivos complementos para que los restos no se le vinieran abajo. El éxito en las redes sociales fue descomunal, llegó a tener quinientos treinta y ocho mil amigos diseminados por todo el mundo que le daban y le pedían consejos. En un foro sobre la materia estuvo discutiendo varios meses entre entendidos sobre si el cuerpo humano tenía solo seiscientos treinta y nueve músculos o más, algunos decían que más porque no se estaban contando bien todos los de los ojos y que sólo valía la pena trabajarse los estriados puesto que los lisos no respondían a la voluntad. Lo que más interés le despertaba, exceptuando la cirugía estética que consideraba el remedio definitivo, eran los productos alimenticios de última generación para perfilar contornos.  Un día no se sabe por qué, al dejar el espejo en lugar de darse el último homenaje acariciándose el labio inferior con el pulgar, se comenzó a rascar el tronco del pene por la parte de abajo. Y lo que pasa, cuanto más se rascaba más ganas tenía, y en ello se le cruzó la duda que igual había conseguido ser un perfecto  idiota, y lo que realmente necesitaba era trasplantarse el cerebro para dejar de concebir pavadas. Se puso en internet y encontró una página que ofrecía trasplante de cerebros garantizados por treinta y cinco años y un día, con respaldo de una compañía de seguros y reaseguros con sede en Suiza y sucursales en las capitales de los países más desarrollados. Lo mejor de la oferta, que le conservaban el suyo por si el trasplantado fallaba o se aburría de usarlo, y además ellos mismos le gestionaban una hipoteca sobre su casa para pagar el evento, con devolución del capital en trescientas sesenta mensualidades consecutivas, con interés variable referenciado al euribor más un diferencial del cero cinco  por ciento, sin comisiones de estudio ni de apertura, cero por ciento en caso de cancelación anticipada y con disposición en cuenta  a los cinco días de firmar los papeles. Luego le harían los análisis y las pruebas para registrar sus signos vitales que debían encajar con el cerebro nuevo. Una vez decidido, la espera no debía ser superior a quince días, puesto que la empresa ofertante disponía de un banco de cerebros frescos, congelados, y  otros en pleno funcionamiento en cuerpos vivos con opción de adquisición y primas pagadas por anticipado. La primera pregunta que al días siguiente le asaltó su mente fue la de saber si el cerebro nuevo no iba a parir las mismas tonterías que el suyo. Lo preguntó y le respondieron que eso era del todo imposible, tanto que disponía de seis meses para devolverlo si no le convencía, y que en todo caso ellos contaban con concienzudos exámenes sobre el coeficiente intelectual de cada producto, certificado ante notario, con dictamen de idoneidad efectuado por profesores de las mejores  Universidades del mundo, expertos en psicología, psiquiatría, antropología, biología, etnología y tauromaquia. Antonio Vaquechuta no se pudo resistir, se imaginó tener en mejor cerebro de todos los cerebros del mundo, poder contestar con soltura, aplomo y confianza cualquier cosas que sobre cualquier cosa cualquiera le preguntara; convencer al más severo y recalcitrante  para hacer lo que él quisiera, se vio siendo el amo del mundo, un gran señor seductor que conseguiría  todo lo que se propusiera, podía ser político, presidente, o consejero delegado de la empresa que más cotizara en la bolsa de Nueva York, tener tantas mujeres de las que aparecían en las revistas  como nunca había soñado. Se sometió a la operación y fue todo un éxito, no le quedó ni la cicatriz. Se conoce que abordaron la intervención sacándole una tapa del cráneo de la parte de arriba después de despellejarle el cuero cabelludo desde la nuca, le quedó un hilito casi imperceptible debajo del pelo. En cuanto volvió en sí lo primero que le llamó la atención fue la voz, y sin el más mínimo pudor ya se dijo a si mismo que la tenía tan aflautada y atropellada que daba asco escucharse. Lo malo fue cuando se miró al espejo, pegó un grito, diciendo que tenía un cuerpo igual a los desgraciados que se machacan en el gimnasio cuatro o cinco horas por día, y se pasan largo rato mirándose al espejo y el resto de la vida comparándose con otro. No entendía muy bien cómo no se había muerto con los cinco tiros juntitos que le habían dado en el pecho. Se encaró a la enfermera para que viniera el jefe y le explicara qué le habían hecho para cambiarle el cuerpo, y que dijera lo que dijera les pondría un pleito a todos por haberle tenido haciendo gimnasia pasiva mientras estuvo inconsciente por la anestesia, y que le trajeran la gafas porque no podía ser que se viera tan ridículo. Inmediatamente apareció una psicóloga que hablándole cariñosamente le invitó a que se tranquilizara que tenía que explicarle en qué había consistido la intervención, se sentó la miró, y la mujer sin más miramientos le dijo que le habían trasplantado todo el cuerpo porque el suyo había quedado inservible. Que el cuerpo nuevo que tenía era de uno que lo había cuidado muy bien y que para conservarlo en igual estado tenía que seguir unas pautas muy concretas de mantenimiento. Lo primero que quiso saber era de qué había muerto el dueño del cuerpo, y la otra le dijo que de nada, que no había muerto solo que el dueño llamado Antonio Vaquechuta decidió trasplantarse el cerebro después de firmar un montón de documentos y asumir el coste de la operación mediante un crédito hipotecario al cual él por haber sido beneficiario del cuerpo tenía pagar las trescientas sesenta cuotas mensuales que restaban. El hombre cuando oyó aquello resaltó contundentemente  que él se llama y se llamó desde que nació Leopoldo Herrando Fallarás, y que ni firmó ni piensa subrogarse en ninguna deuda ajena y que ya podían echarles encima toda la tropa de abogados que quisieran. La psicóloga para tranquilizarle le dejó caer que no solo los papeles estaban firmados por él, que no se llama Leopoldo sino Antonio, ni Herrando sino Vaquechuta, y como científicamente conocían que por el cambio de cerebro podrían producirse  modificaciones en la firma, le habían tomado las huellas digitales y una muestra de ADN ante el mismo Notario con el que firmó las escrituras,  con lo que no temían enfrentarse a ninguna dificultad para acreditar su identidad. El hombre se puso tenso, mantuvo la respiración un rato, y preguntó si le podían dejar los papeles que firmó. La psicóloga  que ya los tenía se los deslizó suavemente. El hombre miró sin demasiado detenimiento la firma que no se parecía en nada a la suya, descubrió la cláusula suelo en el cinco por ciento y el techo en el cuarenta y dos, y cuando llegó al apartado que le permitía devolver el cerebro, dijo que como él era el Sr. Vaquechuta según correctamente le habían expuesto, y en base a que dice el papel que puede rechazar el cambio si no le gusta el cerebro que le encajaron, acogiéndose a dicho pacto decide que se lo quiten y le pongan el que tenía. La dirección del centro de trasplantes se reúne en comité, acuerdan asumir lo pactado y ejecutarlo. Antonio Vaquechuta cuando despierta, se incorpora y se planta ante el espejo, tensa su musculatura, se la palpa y concluye que ha perdido maza. Y se va al gimnasio.

 

Barcelona a 17 de abril del 2015. RRCH

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