Como resulta que ahora vivimos más, la
gente se considera joven en general
hasta los treinta y pico, y otra parte significativa hasta más de los
sesenta, aunque para aparentar tersura y turgencia se deban hacer sofisticados
remiendos de zurcidos invisibles, en carreras a ninguna parte derrochando
sudores. Nuestros jóvenes dicen que no tienen futuro, y los que ya no somos jóvenes nos fustigamos
por haberles dejado un presente complicado, y que los pobres muchachos no
encuentren salidas. Ellos se quejan de la transición española, consideran que
no se hizo lo que se debió hacer, aunque tampoco tienen arrestos para decir qué
se debió hacer, ni demuestran tenerlo para hacer lo que hace falta. Realmente
la transición no la hicieron los padres de los muchachos de ahora, fueron los
abuelos, porque ya han pasado casi cuarenta años. La efectuaron los que ahora
tiene entre sesenta y noventa años, y los que ya se han muerto. Aquellos que
antes de la transición no tenían carreras universitarias, ni masters, ni internet, ni teléfonos móviles,
ni ordenadores, ni hablaban inglés. Ellos no debieron enfrentarse al PP y a su
corrupción, se enfrentaron al Ejército con generales dispuestos a sacar los
tanques a la calle, que tenía fusiles y bombas; se enfrentaron a fascistas
organizados, armados y protegidos por el régimen que entraban en despachos de
abogados de trabajadores matándolos a tiros; se enfrentaron a la Conferencia
Episcopal; se enfrentaron a las leyes que discriminaban a las mujeres de forma
“natural” y conceptuaban como vagos y maleantes a los que no tenían nada y
pensaban distinto; se enfrentaron al Sindicato Vertical; se enfrentaron al
miedo que se les habían inoculado durante décadas de miseria, ignorancia,
violencia y sinrazón. Y criaron a sus hijos que son los padres de ahora,
evitando que padecieran lo que ellos sufrieron, que tragaran lo que ellos
tragaron, que lloraran lo que ellos lloraron, y posibilitando que desearan lo que ellos
nunca tuvieron derecho a tener. Ahora
los nietos le critican mientras se hacen fotitos con el móvil, sacan frasecitas
ocurrentes en internet amparados en el anonimato, publican sus intimidades en
Facebook, y se duelen por no disponer de un puesto de trabajo conforme a su
preparación con carrera universitaria, masters, idiomas extranjeros y conexión
instantánea a la Red. Mientras tanto viven en la casas de sus viejos: gratis,
calentitos, con comida en la mesa, ropa limpia, teléfono móvil, ordenador y
wifi, y les reprochan a sus padres no disponer de más. Hemos producido una
generación con un porcentaje preocupante de acojonados. Les hemos dotado de las
mejores herramientas pero no les hemos mostrado para qué sirven, o al menos no
han cogido la idea, ni muestran voluntad de ponerse a ello. Nos preocupamos más
de nuestros jóvenes que de nuestros viejos, será porque los mayores se hallan
menos desvalidos por haber adquiridos tolerancia y dominio de la frustración
invirtiendo sacrificio tras sacrificio. Nuestros jóvenes, en número mayor del
deseable no tienen ningún interés en
escuchar a los abuelos, excepto cuando sus pensiones les resultan necesarias.
Consecuentemente éstos tampoco tienen
ningún interés en defender sus iniciativas, sus ideas, sus motivaciones, quizás
porque tampoco las tienen y si las tienen consideran que nadie les hará caso, y
usar energía para convencer no está en sus prioridades. El futuro bueno,
regular o malo, no lo consideran de su responsabilidad. Si hacen algo que pueda
subvertir el statu quo, pretenden que
el statu quo no les castigue, quieren
cambios pero sin arriesgar un ápice en el intento. Ellos creen que cuando piden
se les ha de dar, porque siempre se les ha dado desde que nacieron. Están mejor
instruidos en los derechos que poseen que en las obligaciones, en lo que
esperan recibir que en lo que han de dar. Antes, los que han pedido cambios
sociales siempre han asumido que de entrada recibirían un no, o, un no se puede, o, es ilegal, y luego si insistían recibían muchos palos, con lo cual debían
pedir más y ser más los reclamantes para que les tocara menos garrotes por
cabezas, y aguantar y seguir; y el que se acojonaba perdía. También es cierto
que los mayores siempre han intentado acojonar a los jóvenes con la intención
de protegerles de los rigores de los tiempos, otra cosa es que ellos se dejen,
y ahora se están dejando demasiado. Que los jóvenes se dejen acojonar no se
relaciona con que sean más o menos aguerridos en unas épocas que en otras, sino
que depende de las circunstancias en las que se hallan en sus nidos familiares.
En años pretéritos las incomodidades hogareñas no propiciaba alargar la
estancia, ahora sí, y ahí se atrincheran compartiendo quejidos y consuelos. Los
cambios en beneficio de los que se duelen jamás han sido gratis, entre otros
motivos porque los que se benefician en que las cosas sigan estando como están
son menos pero más fuertes, tanto, que dominan la producción de las normas y su
ejecución. Posiblemente nuestra juventud haría mejor servicio encajando la
historia de sus mayores en el contexto que ellos la vivieron y ponerse a
construir un futuro sin repetir los errores de antaño, y si lo repiten asumir
la responsabilidad. Es posible que las reformas necesarias no sean tan
complicadas de explicar y de ponerlas en prácticas, aunque si se enredan en los
detalles acaban sumando complejidades circunstanciales con complejos personales, y todo queda en “alguna vez casi tuve pero fue casi nomás”. Y
es muy cierto que “mucho tiene
uno si le sobra libertad, pero se ha de pensar que la panza también cuenta,
porque para ser osamenta no es necesario volar”.
Barcelona
a 19 de Mayo del 2016. RRCH
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