miércoles, 4 de mayo de 2016

Mi escuela


 

En el tiempo y lugar en qué nací, los niños comenzaban a ir a la escuela cumplidos los seis años. Antes de esa edad no sabíamos leer ni escribir y ante ello nadie veía un  problema. Aprendíamos otras cosas: saber cómo conseguir un aro en un vertedero de basura, o de la chatarra guardada por un vecino al que debíamos convencer para que nos lo dejara; luego, saber cómo conseguir una alambre gordo de más de un metro que se dejara doblar para hacer un gancho con el  que mantener el aro en vertical al tiempo que corríamos tras él disfrutando del ruido que salía del roce contra el fierro y hacer curvas cerradas a toda carrera y pararlo en seco cuando se quería escapar. Antes de los seis años o poco después ya sabíamos hacer una cometa, se trataba de buscar una caña, cortarla y de ella sacar cuatro o cinco trozos longitudinales, las uníamos al medio como una estrella, le hacíamos una mueca en cada una de las puntas de los palos y por ahí íbamos pasando un piolín hasta completar el contorno y que nos saliera  un octágono perfecto; luego, con papel de diario forrábamos aquel esqueleto pegando los bordes con engrudo hecho con harina y agua o clara de huevo, y le poníamos unos flecos todo alrededor; después había que poner los tres tiros de piolín, uno salía del centro, otro de la parte superior donde el reloj marca las diez y el siguiente donde el reloj marca las dos, del vértice de los tres anudábamos la punta del ovillo,  y en la parte de abajo dos tiros para la cola; ésta  la hacíamos con tiras de bolsa de arpillera o mangas de camisas viejas. Y para que volara, una amigo la aguantaba sujetada del centro a todo lo alto que alcanzaba su brazo, y el otro, la arrastraba corriendo, soltando piolín del ovillo, cuando remontaba le iba dando más hilo, si había mucho viento coleaba y se remachaba contra el suelo, si no había viento debíamos correr más. Antes de los seis años sabíamos jugar a la bolita, y jugábamos en serio, cada chantada del contrario una bolita perdida, si hacía trampa nos dábamos unas trompadas, si nos salía sangre intentábamos que no lo supieran nuestros padres, y el que iba con el cuento a los suyos ya no era amigo, sino alcahuete. Sabíamos cómo resolver nuestros conflictos. Antes de los seis años conocíamos como  curarnos con saliva las raspaduras de las rodillas y los codos, ¡y ya está!  Sabíamos hacer una onda, con una horqueta sacada de un árbol, los tirantes con goma de cámara de bicicleta y un cuerito para la piedra, y a juntar botellas y bollones  para romperlas a pedradas, también sabíamos sacarnos las espinas de los pies con una aguja. En la calle de tierra poníamos dos piedras para hacer el arco y con una pelota hecha de trapos dentro de una media, jugábamos a fútbol, si veíamos venir  un auto, de una patada retirábamos las piedras para enseguida volverlas a poner, y hacíamos goles, previa discusión de si la pelota había pasado por encima del larguero imaginario, y siempre descalzos para no estropear las zapatillas.  El primer día de escuela me llevó mi madre, y juro que no lloré, otros sí; después iba junto con el resto de gurises caminando los casi dos kilómetros que quedaban de mi casa. Mi vieja por cuidadosa le encargó a una niña mayor en dos o tres años, para que me vigilara, y la muchacha para  cumplir bien el encargo se hizo con una vara, yo iba corriendo delante de ella tratando de salvar mis canillas, a los pocos días cambié el recorrido para que no me cuidara tanto. En los seis años del colegio ni a mí ni a ningún otro compañero se nos ocurrió tutear a la maestra, ni a ninguna persona mayor; si uno se desafiaba con otro, quedábamos a la salida, se hacía un corro, y en el centro los que se habían mojado la oreja se daban trompadas hasta arreglar sus diferencias. El corro era para festejar y para que no lo viera una persona adulta y se lo contara a los padres, si esto se sabía en casa, cobrábamos algunos coscorrones. Mi vieja siempre tenía una vara de mimbre a mano, solo con que ella frunciera el ceño y mirara la vara, ya uno comprendía que por ahí no iba bien, y si el gesto no se entendía al  vuelo, añadía ya verás que venga tú padre. Como el viejo siempre estaba trabajando, uno evitaba que la vieja le fuera con el cuento y el hombre tuviera que responder. Libros no teníamos, pero se hacían copias para todos, con una cosa que llamaban mimeógrafo, que consistía en poner gelatina de pez en una asadera y con una tinta se hacían las copias, era raro pero quedaba bien, se leía clarito. Lápices de colores por caros no solían haber, si acaso se pedían prestado para hacer algún deber importante. La goma de borrar se ataba de un hilo para no perderla, si se perdía había que borrar con una pelotita de migas de pan…

          Ahora nuestros hijos viven mejor,  a los tres años ya saben escribir bastante bien y algunos leen de corrido, nunca pisan la tierra descalzos, juegan en parques diseñados para ellos, sobre suelo sintético blando, en aparatos de colores, y bajo la atenta y cercana vigilancia de sus progenitores, que al menor gesto de desestabilización corren a evitar que tropiecen. Si otro niño les molesta se le llama la atención al adulto responsable. No tocan ningún animal que no tenga chip, vacunas en regla y pedigrí. Tienen pediatra asignado desde el nacimiento y ante cualquier moco se le proporciona antibióticos. Si en el colegio se hacen un chichón o una heridita se les lleva a urgencias, se investiga al agente agresor y si es preciso se denuncia al maestro por distraído. Si el mocoso obtiene calificaciones bajas sus progenitores se sienten culpables o echan las culpas a la escuela, y la escuela se las echa al entorno familiar. Nuestros niños manejan el ordenador antes de echar los dientes, tienen su propia habitación decorada conforme a su edad, con cuentos y muchos juguetes de última generación. Ante cualquier capricho se pierde el culo para satisfacerles de forma que se sientan los reyes de la casa y no padezcan frustraciones que puedan dañar su emotividad. Como refuerzo preventivo se acude al psicólogo para que sus progenitores aprendan a tratar a sus vástagos y digieran el montón de libros de autoayuda que se leyeron desde el embarazo sobre educación parental. Si los niños resultan mal aprendidos y a un progenitor se les escapa un cachete ante una impertinencia del infante, puede acabar preso. Si los muchachos salen mal encarados, insultan a sus maestros o rompen adrede algo que sea ajeno, se responsabilizan a los padres por haberlos educado mal o faltarles al cariño, y éstos explican que es culpa de la sociedad o de la crisis. Creo que cuando yo era botija no había sociedad ni crisis y si las habían no me enteré. Cuando los muchachos de ahora mudan el cuerpo a mayor, siguen estando ahí, esperando un empleo a su gusto, bien pagado y conforme a su formación vocacional, exigen un futuro y mientras tanto los progenitores soportan la carga al tiempo que dan consuelo. Creo que cuando yo era botija al futuro lo estábamos inventando. ¿…?

Barcelona a 3 de Mayo del 2016.RRCH

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