miércoles, 8 de noviembre de 2017

Separatismo prófugo.


Se ha debatido mucho sobre si el separatismo catalán fue el resultado de que en el pueblo afloró un sentimiento independentista que venía germinando desde antaño y que los políticos independentistas solo lo aprovecharon; o, que esa emocionalidad fue plantada y cultivada expresamente por los políticos. Al parecer, fue esto último. Tampoco hoy por hoy está claro qué es “pueblo”.  A mediados del siglo pasado, cuando eran obreros el grueso de la población del mundo industrializado, tenía sentido la utilización del concepto en relación a esa amplia mayoría explotada, proletaria y marginada del acceso a la cultura, en contraposición a la élite que manejaba el destino de aquellos. Ahora, decir “pueblo”, no tiene demasiado sentido, especialmente porque no se sabe a qué se hace referencia.

 Cuando los independentistas formaron la coalición “juntos por el sí” y en las últimas elecciones al parlamento de Cataluña -Comunidad autónoma de España-, le atribuyeron a esos comicios la consideración de plebiscito para la independencia, perdieron en números de votos, con lo que en el supuesto que eso del “pueblo” exista, más de la mitad dijo que no. Ahora bien, tendrían toda la razón los separatistas si conceptúan como “pueblo” a los que están a favor de la independencia, en tal caso ya le estaríamos atribuyendo una connotación distinta al término, más próximo al segregacionismo que abona la xenofobia con tendencias al racismo. De ahí, que parece más verosímil que la autoría corresponda a los políticos que ocuparon la Generalitat y desde tales posiciones comenzaron a alimentar mediante subvenciones públicas a grupos separatistas, a los que de forma consensuada usaron de instrumento para la manipulación propagandística del pobrerío.

 Así como lo de pueblo no está claro, la existencia del “pobrerío” es una evidencia, que no se caracteriza solamente por su enflaquecida capacidad económica sino también por la carencia de sentido crítico ante las soflamas con las que les saturan. La ingenuidad de la buena gente de Cataluña que abrazó el independentismo se asemeja mucho, quizás demasiado, a lo que sucede con el populismo en gran parte de Sudamérica, donde los copetudos de barriga fría enredan a la gente con mentiras bien armadas para seguir dominándoles en corto. Los eslóganes patrioteros para hacer menos pobres a los pobres siempre les han dado buenos réditos a la clase dominante, luego como no sale, lo que ellos sabían y querían que no saliera, le echan las culpas a otros, y contentan a la gente diciendo que, si no estuvieran ellos hubiera sido peor. El enemigo externo es la mejor ración para engordar los beneficios de los ya bien beneficiados, y, como ellos siempre son imprescindibles y esencias de la patria, se esconden hasta que pase el peligro que ellos mismos generaron, y de lejos cacarean como gallinas cluecas.

Puigdemont abandonó la república catalana y se afincó en la monarquía belga, y desde allí, al resguardo y con agresividad de comadreja, dice pestes de España con mentiras tan burdas y desfachatadas que pronto conseguirá que le descubran, si antes no le olvidan. Aunque naturalmente conservará a los fanáticos, siempre y cuando no se los quite el curita Junqueras que saldrá antes de la cárcel con porte bonachón recitando mandamientos, y con la esperanza que los parroquianos digan amén.

 

Barcelona a 8 de noviembre 2017.- RRCh

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